No es casualidad que el cine de horror resurja en estos tiempos de multitudes inexplicables y liderazgos pulsionales. Mucho menos sorprendente es que las “vedettes” de la hora sean esos parias de lo oscuro. Entre las criaturas de la noche existe una estratificación social importante. Drácula y sus seguidores miran a los demás desde la altura de su aristocracia. Lo sigue probablemente Frankenstein, resultado del envión romántico y un positivismo avant la lettre que le aseguraba una muerte burguesa a manos de campesinos en revuelta. Luego venían la Momia, el Hombre Lobo, la Gorgona y una larga lista de descastados obligados a ganarse el pan de cada día asustando a los espectadores. Debajo de ellos, olvidados por el tren de la historia, carentes de una individualidad y sin ningún rasgo identitario que no fuera la pertenencia a una legión de condenados de la tierra sobremoría el subproletariado del género: los zombies.
Originalmente venían de Haití en un filme de título sobrecogedor (Yo caminé con un zombie, 1943), pero hacia 1968, sacarían visa para el sueño de aterrizar en un pueblito americano en La noche de los muertos vivientes. Su director, George Romero, les había obtenido, con bajísimo presupuesto y algo de ingenio la codiciada Green Card. Los zombies de ahí en más, fueron los “living dead”. El tránsito, más que geográfico, era cultural porque en esa película y sus sucesivas secuelas que los mostraban capturando el mundo de los humanos, los muertos vivientes extraían su capacidad de horrorizar de un arma bífida. Su absoluta carencia intelectual y su tendencia a actuar como masa. Los pobres inmigrantes habían devenido, en el primer mundo, multitud, plebe, vulgo, banda, pueblo, gentío, turba. Los zombies, a los ojos de sus víctimas, (y de los espectadores) lo que son es tropa. Y los alienta, una envidia inmortal hacia los vivos y la infantil ilusión de pensar que pueden saciarla destruyendo todo y devorando a los humanos. Lo interesante del caso no es que unos extranjeros invadan un país, lo que las sucesivas películas de Romero explicaban era cómo esos bárbaros (etimológicamente, los que hablan otro idioma, o por lo menos hablan mal el mío), no solo mantenían su cohesión como masa amorfa, sino que iban obligando a los humanos a definirse como un grupo idénticamente compacto, pero organizado e igualmente salvaje, solo unido en torno a la idea de preservarse como unidad cultural. Toda una descripción de los tiempos que corren.
Tal pareciera que el cine da por perdida la batalla y se dedica a describir las posibles formas del llamado Apocalipsis Zombie. Zombieland en su primera entrega de 2009 salpicaba una trama muy débil con una serie de mandamientos sobre la forma de sobrevivirlo. Diez años más tarde encontramos a sus mismos protagonistas, esta vez apoltronados en una Casa Blanca abandonada y obligados a hacer el camino hacia Graceland, la casa de Elvis Presley, templo del blues, un inmortal (en otro contexto), para sus seguidores. Pero, por supuesto, entre ellos, blancos, armados, ingeniosos y mortíferos, están los zombies, esos pobres desarrapados que pasean su incapacidad de formular una frase y con ello ilustran su insignificancia. La película tiene mucho menos importancia que el género. Porque las películas de zombies han aflorado en todo el planeta desde Corea hasta Venezuela (se anuncia una llamada, con sanitaria justicia, Infección). Son reveladoras del miedo al otro en una vertiente muy particular. El horror ha sido siempre un género que se cobija en lo individual para hacer crecer miedos que se hunden en nuestra infancia, abismándonos en lo que no podíamos nombrar (el It de King o las arquitecturas obscenas de Lovecraft). Con los zombies, el lenguaje sigue siendo el rasgo distintivo. Los que hablan son humanos. Los que no pueden nombrar las cosas y solo se definen por un deseo que ni siquiera pueden canalizar, son los otros. Su insignificancia es una descripción literal, lo que los zombies no pueden es emitir un significado, porque no pueden hablar, pero además porque no tienen otro objetivo que el mero deseo de devorar humanos. Son un plural sobrecogedor e innombrable que suma a sus gruñidos, su torpeza motriz y su voluntad de arrasarlo todo, su capacidad de crecer a mordiscos, contagiando a los humanos. Son el terror de volverse uno de ellos. Son el miedo a ser pobre, de bolsillo y de espíritu, sin más consuelo que el cobijarse en una masa sin rumbo, solo definida por pulsiones que no pueden formular. Un género con más interés para la sociología que para el disfrute. Recuerdan mucho las descripciones de las masas en una rebeldía que no podemos explicar, por ahora, pero ese ya es otro tema.
Aquí buscan, sin encontrarlo, el consuelo de un humor que falta a la cita, lo cual agrava el asunto.
Zombieland, tiro de gracia. (Zombieland, double tap) Estados Unidos, 2019. Director: Ruben Fleischer. Con Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Emma Stone, Bill Murray.