Simón

El exilio es el tema del cine venezolano en el 2023. Diez de las principales cintas de la cosecha criolla lo tocaron directa o tangencialmente.

De modo que a ello dedicaremos el análisis de hoy, a modo de balance de la oferta nacional olla del cine nacional, cuyas problemáticas atravesaron la conversación en red durante el año, alrededor de discusiones altamente polarizadas que evidencian una grieta, una fractura generacional, regional y conceptual, sobre asuntos como la piratería, el acceso, los reclamos de visibilidad, la censura, la manipulación de Festivales por vía de su financiamiento estatal, el abandono del público, la reconquista de ciertos espacios internacionales, la selección del Oscar.

Se necesita de la apertura de un foro que logre aglutinar, concentrar, cohesionar y enfriar los ánimos en un país que proyecta sus diferencias abismales en el cine, del que poco se habla en términos de estética, arte, de su dimensión creativa real.

Las redes pueden compensar la falta de lugares de debate, pero nunca suplantarán los encuentros en la presencialidad, que se siguen extrañando y posponiendo, a veces convocándose en pequeños guetos alternativos que pasan sin pena, ni gloria.

Debe ser un efecto del impacto de la virtualidad digital de los malos años de la pandemia, cuando se terminó de fractura la taquilla, así como otras costumbres.

Por tanto, el territorio del cine venezolano se siente movido, afectado, frágil, desarticulado en un archipiélago que difícilmente se reconoce, como no sea para el señalamiento, el hostigamiento, la indiferencia, la competencia por destacar en medio del deslave infraestructural de la nación.

Por eso existen heridas, vaciamientos, rupturas que se traducen en las películas y cortos, en los documentales y largometrajes que he podido ver, como espectador, crítico, jurado, curador de certámenes locales y extranjeros.

Pongamos por caso Simón, la película más taquillera en el país.

Resume los dramas y las tragedias de nuestras violaciones de los derechos humanos. Consigue volver a unos números decentes que el cine venezolano promedió en su última etapa de bonanza, entre 2005 y 2016.

117.000 boletos a pesar de todos los pronósticos agoreros en contra.

Una especie de referéndum del cine venezolano, que obviamente ganó la oposición por paliza, pues el cine de propaganda ha perdido todo rating.

Pero cuidado que no le alcanzó para figurar en la lista de las 10 películas más vistas del 2023 en el país, según la información compartida por José Pisano a través de Asoinci.

¿Qué quedará para el resto de la oferta vernácula?

Unos números que evidencian que sí hay una recuperación frente al desempeño de la temporada del covid, pero que siguen despertando preocupaciones y alarmas razonables dentro del gremio.

Así que el cine venezolano continúa en observación, en sala de cuidados intensivos, en quirófano, en lo que se refiere a su influencia en el box office.

En tal sentido, ¿qué ha preferido la audiencia?

Por la data que manejamos, la gente quiere crítica política desde el realismo (caso de Simón), comedias de escape que proporcionen un reemplazo del teatro y el entretenimiento barato de la televisión comercial (La chica del alquiler), el típico humorismo chabacano (Mi abuela está loca de remate), terror endógeno de explotación (Despedida de solteras), melodramas de superación de la adversidad (Vuelve a la vida y La sombra del sol), expresiones del desencanto a partir de una mirada melancólica de la juventud disidente, con sentido minimalista bajo formato de filme indie que busca la aceptación de los comisarios de los festivales (Yo y las Bestias y La Caja).

En todos los ejemplos citados, la diáspora ejerce influencia sobre el resultado de los contenidos, bien sea a través de la producción, de la identidad que se adapta a los criterios normativos y estandarizados del clasicismo internacional, de unas estéticas foráneas que diluyen las esencias criollas disruptivas.

Por eso, el panorama ofrece, a menudo, un embellecimiento paradójico de nuestra crisis, con imágenes y repartos de postal turística que no se condicen con los profundos conflictos que se tejen en la pantalla.

Por ende, nos revoletea el fantasma de la desnacionalización de un cine venezolano en fuga, como secuela de la desindustrialización generada en los últimos 20 años, con la consecuencia de 8 millones de personas que tuvieron que salir por la frontera.

Esto ha golpeado y mellado nuestra memoria, esto ha instalado una condición escindida y esquizofrénica, esto ha potenciado un crack que todavía no hemos tenido ocasión de estudiar como corresponde.

Cumplo con advertirlo y de asomarlo, porque lo presiento como desgarro y síntoma del cine.

Documentales como Niños de las Brisas, Caminos a ninguna parte, La prisión de mi padre e Intemperie, agitaron nuestra mente con la denuncia de víctimas de la dictadura, desde presos políticos hasta artistas maravillosos condenados al ostracismo, al exilio, a la mendicidad de un poeta olvidado y reivindicado por sus hermanos de las bellas letras, a la indigencia de chicos del sistema apartados del mito de Dudamel y el sonido de los niños, tocando en las calles de la diáspora por unas monedas.

El documental, como lo demuestra Caminos a ninguna parte, puede ser una herramienta económica, para romper los cercos de la censura, en la denuncia de nuestro desangre social, de nuestra compleja crisis humanitaria con millones de refugiados y caídos en desgracia.

Me gusta, que indiferentemente de los acabados, los documentales del año expongan las realidades que se ocultan en las fachadas de la narrativa oficial.

Por igual, es una buena noticia que las mujeres triunfen en el mundo, como Claudia Pinto Emperador, Patricia Ortega, Carla Forte y un sinfín de chicas que están activas, y que las pantallas nacionales no proyectan.

Los más chamos han decidido construir su relato aparte, su multiverso al margen de las esferas del poder.

Algunos con mejor fortuna que otros en la esfera del corto.

Pero siempre desde la resiliencia y la creatividad que suple la falta de recursos, de atención oficial.

No hay plata, como en la Argentina, y los presupuestos no alcanzan para vivir del cine.

Así que todos hacemos maromas, para subsistir.

Otros con menos suerte deben abandonar el camino, el sueño.

La pesadilla que se sufre por ser venezolano también se perfila en la brillante Upon Entry, reflejo de los venezolanos a los que llevan al cuartico por su pasaporte.

Nos perciben y nos autopercibimos como deportados, como espectros huérfanos que se trasladan en La Caja, cual restos mortuorios que se cargan como una mochila pesada en las fronteras.

¿Hay sitio para la ilusión?

Tengo esperanza que sí en los rostros y las sensibilidades, en los vientos que soplan por una ligera y discreta mejoría.

Atendamos al paciente que todavía es el cine venezolano, vamos a darle cariño entre todos, vamos a ponerle hombro, sin mezquindades y rencillas.

Porque se cristalice la recuperación del enfermo en el 2024.

Tolerancia, paz, reconciliación, empatía.

Menos narcisismo, más causa común.

Es la hora del reencuentro.

Elevemos el discurso más allá del populismo y la posverdad maniquea.

Seamos solidarios como venezolanos que se tienden la mano.


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