OPINIÓN

Los siete suicidios capitales

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Capítulo I (La Madre)

«Herpes. Ese día despertó con la boca invadida de herpes». Si esto no un arranque de filiación kafkiana, entonces; pues, tú me dirás. Comienzo a leer esta magistral novela de la escritora mexicana Rebeca Pal que ostenta justamente el título: Los siete suicidios capitales y de inmediato, a poco que leo los primeros cuatro párrafos quedo «enganchado» a sus fulgores y esplendores léxicos y expresivos que exhibe esta joven novelista mexicana que recién acaba de presentar su òpera prima novelesca en la recientemente concluida Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Sus personajes no pueden ser seres más atormentados y agujereados por problemas ontológicos y existenciales. Una niña de apenas 15 años sale embarazada de un adolescente también de 16 años después de experimentar unas intensa y vehementes relaciones amorosas.

Desde los primeros fragmentos de esta nívola negra como la ha querido presentar cierta «crítica» extraliteraria o periodística, el lector advierte que subrepticiamente la escritora deja colar con evidentes sutilezas verbales una objeción al maltrato que comete el discurso medicalizante contra ciertos y determinados pacientes obstétricos que ingresan a un quirófano a parir o dar a luz. La novela de Rebeca Pal opera en este sentido como una especie de caja de resonancia de ciertas problemáticas que son intrínsecamente constitutivas a las sociedades escandalosamente injustas y asimétricas.

En esta novela de Pal el sempiterno fenómeno del «embarazo precoz» en niñas, niños y adolescentes queda patentizado cual hórrida verruga en el rostro presuntamente impoluto de las sociedades latinoamericanas del presente.

El personaje o actante principal que hace las veces de bisagra anecdótica, de nombre Rafael, porque nació un 24 de octubre, día de San Rafael Arcángel vino al mundo casi de milagro, de hecho nació evidentemente hinchado y con un tono de piel grisáceo. Son riesgos a los cuales debe enfrentarse todo proceso de embarazo en un cuerpo aún no suficientemente formado y apto para los fines de la gestación. De pronto el lector se encuentra leyendo muy atento a la trama novelesca y, súbitamente, surge una imagen apocalíptica que le otorga al relato un sesgo real maravilloso pero de índole desconocida no legatario de la novelística del primer boom narrativo que insurgió con universo garcíamarquiano et al.

La Madre, que así se denomina la niña gestante que pare a Rafael se niega a amamantarlo por considerar que el niño es la más acabada expresión de un acto impuro, producto del pecado y que La Madre, en todo caso, sólo amamanta legítimamente cuando ama. Los primeros meses de Rafael transcurrieron en un sótano de la casa de los abuelos acondicionado adecuadamente para que el llanto del bebé no perturbara la tranquilidad de la casa. Tres largos e interminables días de vómito obligaron a La Madre a llevar a Rafael al pediatra sopena de ser demandada por maltrato infantil y en caso de que el niño Rafael muriera eventualmente recaería sobre La Madre el pecado de la transgresión del quinto mandamiento: «No matarás».

En esta novela de Rebeca Pal se consigna una pertinente reflexión sobre el tiempo que es menester prestarle atención porque en todo programa narrativo es el elemento decisivo del cual se alimenta todo discurso que desea contar una historia. No hay historia sin tiempo; imposible, literalmente. Todo relato, corto o de largo aliento, como es el caso de «Los siete suicidios capitales» riela felizmente sobre una particular dimensión temporo-espacial.

Hay pasajes en esta novela que desazonan y desconciertan el equilibro psico-emocional del lector; verbigracia, la escena en donde La Madre baña en una vieja tina a Rafael y le pellizca el pene y los testículos con rabia y, para no escucharle el llanto lo sumerge bajo el agua en la tina para ahogar sus llantos.

La historia que se cuenta, o tal vez sería más exacto decir las historias, en plural, porque efectivamente se suceden y suscitan muchas intercaladas unas tras otras como una torrentera de inagotable imaginación. «Rafael aprendió que hay sombras que no se van por mucho que enciendas la luz». Evidentemente, esto es poesía, y de inobjetable factura literaria y por doquier está impregnada en las vibrantes y delirantes 147 páginas de esta maravillosa novela. Por otra parte, -y huelga decirlo con el mayor énfasis- observo un discreto pero visible sustrato psicoanalítico en el tratamiento de temas de evidente filiación posfreudiana: tales, el mito del padre y de la castración, el tópico del pene y la censura o la culpa por ejemplo. El lúcido e inteligente abordaje de estas tematizaciones ínsitas a la propia existencia atraviesan de modo siempre fresco con ímpetu obviamente innovador de querer contarlo todo en tan pocas páginas; en apenas un poco más de un centenar de páginas.