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Los servicios públicos y el modelo de desarrollo urbano, ¿cómo superar los apagones nacionales?

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Sería un ejercicio de la más trivial ociosidad, explicar en estos espacios periodísticos, los viacrucis de cortes eléctricos quienes tenemos domicilio en el interior. A pesar que el eufemístico “programa de administración de cargas”, se implementó tras la implosión del Guri en 2019 -supuestamente era para un lapso de 2 años- varias regiones del país han sufrido el colapso del modelo de producción y distribución de energía eléctrica desde mediados del 2008. No podemos olvidar que el sistema dio unas prematuras alarmas entre mayo y octubre de aquel año, tras la aplicación de una brutal e irracional política de estatización. Lo que supuestamente duraría hasta finales de 2021, en 2024, se ha agudizado hasta promediar unas 4 horas y media diarias de suspensión galvánica. La electricidad es el principal aliado de cualquier modelo de desarrollo, sea conceptual o estructural, en nuestro concepto humano de modernidad. Sin energía, ninguna sociedad puede impulsar metas de crecimiento o la elevación de los estándares socio-económicos de bienestar. Por más que se apele a la “producción casera y vicaria”, sea con plantas de gasoil, gas o las novísimas solares, jamás sustituirá la creación a gran escala de vatios para el funcionamiento de los ingenios que han tecnificado nuestras sociedades del confort.

Más allá del cotidiano memorial de agravios de todo un país que no encuentra salida a esta pesadilla energética, nos preocupa dos patologías que encierran futurables frustaciones ante la imposibilidad, en lo inmediato, de gozar la misma capacidad energética disponible que disfrutamos durante los últimos 25 años del siglo XX.  El primer aspecto que debe recelar a los expertos, es el tremedal comunicacional en que se ha convertido el problema. Nos explicamos. Uno de los males que aqueja masivamente al individuo de nuestros días, ha sido el reduccionismo antropológico. Es la dialéctica falaz que propaga errores, donde es “el todo o nada”; “la progresía o la reacción”; “quien venga conmigo es patriota y quien me rechace será traidor”. Este razonamiento promedio ha permeado en todos los grupos sociales, hasta el punto que se piensa que la solución a los cortes está únicamente relacionado con grandes inversiones, y la apertura de un torrencial grifo financiero, en el parque generador y transmisor de energía. Hasta cierto punto hay algo de certeza en esta afirmación, pero no es suficiente. El sistema interconectado nacional ha sido víctima de la abulia y las desinversiones. De eso no hay duda. Pero, sería reduccionista afirmar que todo se resuelve inyectando dinero al Guri, a Planta Centro o al parque termoeléctrico, así como, inducir una agresiva política de privatizaciones sin que el Estado posea una matriz conceptual sobre seguridad energética y cuál sería la meta estratégica una vez resuelta la crisis.

El segundo punto, quizá más delicado que el primero, se traslada hacia el imaginario instalado sobre cómo debemos consumir y cuál era el patrón experimentado entre 1968 y 2000, de capacidad para gastar electricidad, es decir, niveles de uso poblacional. En el pasado, cimentado en el modelo conceptual de país energético, Venezuela apostó atinadamente por mantener un superávit eléctrico en constante crecimiento. Eran los años de las políticas cepalistas de “sustitución de importaciones”, que exigía el montaje de grandes parques industriales, comerciales y residenciales del nuevo hombre. A esto se le sumaría el concepto desarrollista estatal, con capital público de industrias básicas altamente consumidoras de electricidad, sobre todo, las del acero. Todo este desarrollo trajo consigo una concepción de expansión urbana inusitada, que, fue necesaria para salir de la pesadilla que significó el siglo XIX venezolano.

Esto nos lleva a un punto de partida para quien pretenda poner la cascabel al gato. El modelo actual de desarrollo urbano se cimentó en tres premisas. La primera, que la ciudad era el espacio donde la prosperidad podía encontrarse -brotaba espontáneamente- con sólo caminar. La infinita -y hasta inverosímil- disposición de energía generó un absurdo urbanístico de apostar siempre por un “crecimiento ilimitado”, como si no hubiese peligrosas fronteras donde esto sería insostenible en el tiempo. Basta con revisar los planes y programas diseñados en el último tramo del siglo XX, desde el V Plan de la Nación (1975-1981) y podrá palparse que poner cercas a la abundancia era considerado hasta antipatriotico. Segunda premisa, que un Estado rico en recursos fiscales asumía el financiamiento de ese concepto desarrollista, de una ciudad en constante expansión. Cuando uno observa las antiguas propagandas del Centro Simón Bolívar, por ejemplo, en el cuatricentenario de Caracas, se blasonaba a los cuatro vientos: “la ciudad que nunca deja de crecer”.  Inclusive, en 1967, ante el superávit eléctrico, el Ejecutivo Nacional estimuló medidas para aumentar su consumo, desde cambios en el huso horario hasta aquellos ensanches urbanos de miles de hectáreas que hoy son imposibles de sostener. Ejemplo de ello ocurre en Barquisimeto, que, ha crecido a un ritmo de 40.000 hectáreas urbanas (27.000 formales, propias de la poligonal del PDUL, y 13.000 informales), desde 1969, para apenas albergar hoy una población estimada en un millón de habitantes. Es decir, Barquisimeto posee un poco más que la poligonal urbana de París, con la diferencia que la ciudad luz alberga en ese mismo espacio 10 millones de ciudadanos. ¡Y estos últimos no tienen problemas de servicios!

La tercera premisa es la cristalización de un concepto urbano de expansión ilimitada, que día a día, le es lícito consumir todos los recursos posibles. No nos hemos detenido al análisis sobre la capacidad de autosustentación de este arquetipo, y si ante una población que es eminentemente urbana (90%); sea lo más sensato dilatar el tamaño de las ciudades venezolanas. Nuestra maqueta urbana solo conoce de crecimiento, y no de consolidación o mejor dicho de “calidad urbana”, como ha sugerido Hábitat III (Quito, 2016). Y en este problema el único responsable ha sido el propio Estado venezolano, que, una vez en pleno territorio del siglo XXI, debió agilizar el cambio de conceptos y no profundizar las contradicciones del XX. No se han vuelto a realizar campañas sobre la racionalidad o mejoramiento del dispendio eléctrico, salvo una anémica medida de “franjas de consumo” que fueron abandonadas junto a la sana política del cobrar a la población lo que cuesta producir. Esto ha hecho que nuestros ciudadanos conciban que la “luz es ilimitada”, que al ser un país petrolero, podamos gastas irracionalmente millones de megavatios, siendo el agravante que deben ser “aventureramente gratis”. Que la única solución es producir más y más electricidad, sin reparar sobre los futurables techos o la gravedad que hoy padecemos, o si es posible que llenemos toda la cuenca del Caroní de infraestructura hidroeléctrica, sin tomar en cuenta los nuevos patrones climáticos producto del calentamiento global.

No pregonamos una vuelta hacia esos “peligrosos tiempos pasados”. “Sauditas”, en la vieja terminología que nos dejó el desaparecido Sanín. Solo llamamos la atención de la ausencia de responsabilidad gubernamental en la concepción de nuevas políticas públicas urbanísticas. No es solo “arreglar” la electricidad. Es también promover nuevas prácticas más racionales de consumo, que van desde el acicate para la producción alternativa de energías no contaminantes hasta la adquisición de aparatos más ahorradores, que, pudiera estimularse con un programa de desgravámenes tributarios para los contribuyentes. A ello habría que agregar un nuevo esquema sancionatorio, apegado a la Constitución, para quien pretenda no evolucionar, pues, en una sociedad racional posindustrial, paga más quien más contamine y quien no desee adherirse a la innovación. En fin, las iniciativas serían infinitas en la medida que seamos conscientes de que el problema deviene no de un simplismo sino de la base misma sobre la cual montamos nuestras hormas del progreso.

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