Hace 27 años Samuel Hungtinton escribe su ensayo seminal ¿Choque de civilizaciones?, acaso como explicación de lo que imagina se hará realidad en lo sucesivo y concluye, antes bien, en el fenómeno de la autodestrucción.
Al perder los Estados las bases de sustentación de su poder histórico como la unidad de las gentes varias y dispersas dentro de territorios comunes, luego del ingreso a la sociedad de la información y de la inteligencia artificial, quedan al descubierto e intentan sobrevivir, en su defecto, las civilizaciones raizales subyacentes. Ser musulmán o judeocristiano, o confucionista, se supone para Hungtinton como lo definitorio del nuevo marco de las relaciones globales una vez llegado el siglo XXI.
De que la historia, que se nutre del tiempo y cuyos proventos germinan en los espacios llega a su final, es lo que predica Francis Fukuyama. Y que lo teóricamente deseable es el diálogo o la “alianza entre civilizaciones” como fuera posible en 1948 cuando se adopta la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, nadie lo pone en duda; pero ni parece que sobrevivirán las civilizaciones –al menos la judeocristiana– ni promete nada el diálogo que propone ante la ONU el tristemente célebre José Luis Rodríguez Zapatero.
Reclama España, en 2005, la comprensión recíproca entre el Occidente y el islamismo, sobre una mesa de platos envenenados. Busca adormecer o adormecerse, neutralizar al primero mientras los musulmanes ganan terreno y avanzan. Tras las ideas de la amistad entre las culturas y la consolidación de la paz apenas le interesa ponerles freno a los norteamericanos, por depositarios de parte de la civilización judeocristiana y a quienes acusa de alimentar el militarismo y los males que sufre la humanidad.
El resultado está a la vista.
Los musulmanes, quienes aún se destruyen entre ellos –chiitas contra sunitas– invaden los suelos del Occidente a marcha forzada como en el año 711 d.C., siguen violentando a sus propias mujeres y practicando la pederastia como parte de sus tradiciones, mientras los chinos, cultores del confucianismo asumen la economía liberal y de mercado sin renunciar a su genética paternalista, negadora de las libertades fundamentales. Entre tanto, los cristianos, como Saturno, devoramos nuestro futuro y callamos lo anterior.
Muy atrás, como antigualla queda así cuanto constata Jacques Maritain durante la reunión de la Comisión Nacional francesa de la Unesco que evalúa la citada Declaración Universal: “Alguien manifestó su extrañeza al ver que ciertos defensores de ideologías violentamente opuestas se habían puesto de acuerdo para redactar una lista de derechos. «Claro –replicaron ellos– estamos de acuerdo en esos derechos a condición de que no se nos pregunte por qué»”.
Lo paradójico es que luego del portazo islámico sobre el Occidente, cuando se derriban las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo del capitalismo cristiano y se cierra, es verdad, el ciclo de las relaciones y confrontaciones entre Estados que viene desde 1648, la propuesta “onusiana” de la alianza entre civilizaciones como distractor deja de lado lo esencial. Valora más conjugar en clave antinorteamericana y avanzar, ahora, hacia la destrucción de los sólidos romanos. El filme Dos Papas no es ingenuo al respecto.
Lo destacable, sin embargo y como lo apunta Niall Ferguson en 2006, es la “civilización de conflictos” del mundo árabe, la propensión de su cultura política a resolver las disputas mediante la violencia y no a través de la negociación”. Lo constatable, asímismo, es que mientras una parte de los occidentales saluda y aplaude las alianzas con el mundo chino y musulmán, todos a uno se avergüenzan de sus propias raíces y las ocultan con vergüenza, comenzando por el señor Zapatero y sus muñecos de ventrílocuo, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.
Las Tablas de la Ley, destruidas hace 3.500 años por Moisés y no por ello desaparecidas sus prescripciones, pues son las leyes universales de la decencia humana, en suma, cristalizan en los derechos humanos que consagra el texto mencionado de 1948. Es el denominador común que ahora pisotean y relativizan los traficantes de ilusiones en Cuba, Venezuela, Nicaragua, la señalada España y sus aliados en el Lejano Oriente y en el Oriente Medio.
Que Donald Trump, sin relevarle de pecados, reivindique la defensa de lo nativo se presenta como escandaloso, obviamente. Que se obligue a las escuelas españolas retirar los crucifijos o que los alemanes de izquierda protesten a Benedicto XVI por hablar ante el Parlamento y exigir la defensa del Estado liberal y democrático de Derecho en 2011 antes de su renuncia, se presenta como un signo de tolerancia.
Papa Francisco, por si faltasen las sorpresas, habla: “No estamos más en la cristiandad. Hoy no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados… No estamos ya en un régimen de cristianismo, porque la fe –especialmente en Europa, pero incluso en gran parte de Occidente– ya no constituye un presupuesto obvio de la vida en común…”.
“Una civilización –lo precisa con lucidez y sensiblemente un ateo, en su Breviario de podredumbre – comienza a decaer a partir del momento en que la vida –el vivir para la experiencia instantánea y narcisista, agrego yo– se convierte en su única obsesión. Las épocas de apogeo cultivan los valores por sí mismos: la vida no es más que un medio de realizarlos”. En “el crepúsculo, usados y derrotados, son abolidos”, es la sentencia lapidaria de Cioran.
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