Igual que las novelitas pornográficas copiadas a máquina que circulaban de mano en mano con grave sigilo entre los adolescentes en mi pueblo, los adultos se pasaban entre ellos en las barberías, con no menos avidez, un folleto en cuya portada figuraba un judío barbado a cuyas espaldas brillaba, con fulgores luciferinos, una estrella de David.
Los Protocolos de los Sabios de Sión. Este panfleto, de pobres pero convincentes invenciones, exponía la trama de una conspiración tejida por los judíos para sojuzgar al mundo. Nadie, ni en un lugar tan alejado de los centros de poder como Masatepe, ni en ningún otro de la tierra, escaparía a esos tentáculos viscosos; y si hasta el magnate Henry Ford, quien había pagado de su abundante bolsillo la impresión de ediciones enteras del folleto en Estados Unidos, creía en esa fábula urdida con habilidad pueril, cómo no iba a convencer a un ebanista de mi pueblo, o a un criador de gallos de pelea de los que se congregaban en la tertulia de las barberías.
Hitler creyó también, o fingió creer en Los Protocolos de los Sabios de Sión, que le sirvieron como pretexto ideológico para el exterminio de millones de judíos. Cuando me topé con ese folleto, que aún hoy no pierde vigencia, estoy hablando de los años cincuenta del siglo pasado. Entonces el horror de los campos de concentración nazi era ya cosa más que sabida, aún en los pequeños pueblos como el mío, pero era mucho más fuerte la avidez de la gente sencilla de ser partícipe de los graves secretos que los protocolos revelaban.
Sencillos y letrados, todos somos hijos del mito, y es tentador siempre pensar en términos de fábula; en ese terreno pantanoso, la conspiración y la profecía se hallan a sus anchas para explicar las ocurrencias diarias del mundo, desde las catástrofes naturales a las guerras; no en balde las Profecías de Nostradamus reviven cada comienzo de año para develar las contingencias siempre amenazadoras del futuro.
Y Los Protocolos de los Sabios de Sión, que justificaron los pogromos en la Rusia zarista, y las cámaras de gas de los nazis, no solo no pierden vigencia hoy día, en pleno siglo XXI, sino que engendran una descendencia posmoderna.
Todas las fábulas inventadas por los militantes de la secta QAnon de la ultraderecha de Estados Unidos pertenecen a la misma estirpe alimentada en la puerilidad, que lleva a millones a creer que debajo de nuestros pies hay un mundo de aposentos subterráneos a los que se llega a través de las alcantarillas, donde figuras famosas, que tras su glamour esconden la maldad, celebran aquelarres para manipular a su antojo nuestras vidas; cuando en realidad los manipuladores son quienes fabrican esas leyendas que pertenecen al mejor de los mundos de las historietas dibujadas en cuadros.
Nos hallamos en el apogeo de la era de las realidades alternativas. El mundo no es el que creemos ver, sino el que alevosamente los que roban votos y roban niños, enemigos jurados del credo de Trump, nos enseñan. Y ese otro mundo que no vemos, pero desde el que los genios maléficos controlan nuestras mentes, responde a los mecanismos que son naturales a la ficción barata. Y es regido por claves secretas, como en El código Da Vinci, de Dan Brown.
No es que quiera culpar a Dan Brown de la existencia de QAnon, pero la credibilidad de un dedicado lector suyo viene a ser la misma. En una ocasión, cuando esa novela se hallaba en su apogeo, me encontraba en la iglesia de San Sulpicio en París frente al cuadro de Delacroix, Jacob luchando contra el ángel, cuando la voz del guía al que rodeaba un grupo de turistas me apartó de mi contemplación: habían viajado hasta allí, desde Ohio o desde Dakota del Norte, con el exclusivo propósito de ver el lugar donde Silas, el albino del Opus Dei, busca la clave del paradero del Santo Grial.
Los fanáticos seguidores de QAnon buscan claves ocultas en todo, hasta en los anuncios de detergentes en las pantallas de televisión. Claves siniestras, hilos conductores de la conspiración de que se sienten víctimas, dirigida por estrellas de Hollywood, y a cuya cabeza se halla el villano mayor, George Soros, Gran Maestro del Estado Profundo, peor que Lex Luthor, el archienemigo de Supermán.
Es una historieta cómica, pero con consecuencias. Uno de los QAnonianos entró disparando en 2016 a la pizzería Comet Ping Pong en Washington, ante los ojos asustados del pobre dueño del local. El agresor había sido convencido por sus cofrades de que desde allí se dirigía una red de ritos satánicos dedicada a la pedofilia, según la secta descubrió en el texto de correos electrónicos que contenían mensajes codificados. A la cabeza de esa red diabólica se hallaba nada menos que Hillary Clinton, candidata entonces a la presidencia por el Partido Demócrata.
Los miembros de QAnon, que se comunican a través de las redes, deben prestar un juramento solemne en calidad de “soldados digitales”. Enlistados en los registros del FBI como terroristas potenciales, sus cabecillas se hicieron visibles en el asalto al Capitolio en Washington en este mes de enero. Y estos cabecillas, como en los cómics que de verdad se respetan, responden ante un Jefe Supremo incógnito que se halla dentro de la misma Casa Blanca, al lado de Trump, y que a través de las redes va dejando rastros para que sean encontrados por los soldados de la causa de la pureza racial.
Que los QAnon pertenecen a una historieta cómica puede verse por sus atuendos, como el de Yellowstone Wolf, con sus cuernos de vikingo, lanza en ristre y envuelto en una piel de bisonte, y que ahora en la cárcel reclama comida orgánica.
Y, por supuesto, los QAnon creen en los platillos voladores, y en los extraterrestres, desde luego que las civilizaciones intergalácticas desarrolladas están gobernadas por supremacistas blancos. Faltaría más.
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