“Un mueble en mitad de la pista. Expectativas las justas. Número uno en las listas, trece de abril dos mil nunca”.(“Nominao”. C-Tangana).
Bueno, pues al fin han llegado los días dulces del veraneo. A veces me pregunto si el resto del año solo tiene sentido por estos días del mes de agosto que dedico al asueto más absoluto. Creo que, en realidad, soy ciudadano de Campoamor y a Madrid voy solo a cubrir el expediente, a subir la cima de la montaña donde me espera la vida que, desgraciadamente, termina de modo cíclico cada uno de septiembre. Así que, indudablemente, hoy cuatro de agosto estoy en uno de los mejores momentos de mi ciclo vital, con todo el mes por delante, a un día de cumplir 52 años, esperando algo de la vida. Pero algo que no requiera esfuerzo alguno, un regalo inesperado aunque merecido que me demuestre que los otros once meses de angustias y frustraciones merecen, de algún modo, la pena.
Es verdad que los tiempos han cambiado. Es cierto que ahora nadie nos saluda por los bares de copas, entre otras cosas porque todos los bares de copas de nuestra juventud ahora son lofts de lujo o inmobiliarias, pero sin embargo cualquier paseo por la playa te recuerda que aquí eres alguien, o fuiste alguien. Recuerdo que, en cierta ocasión, un amigo que vino ocasionalmente a pasar un par de días me preguntó “¿Por qué eres el alcalde de este pueblo?”. Es cierto que muchas veces no podemos andar por la calle sin pararnos cada diez metros a saludar a algún amigo o conocido, que en los restaurantes tenemos reserva sin llamar y que aún resuenan en las calles de este bendito lugar los ecos de lo que dejamos sembrado en otros tiempos, pero no es menos cierto que se respira el cambio allá por donde vayas, que El Cortijo es el Shangrila, que el Montana es el Sumara, que ha cerrado la Xairo y que el Montepiedra es ahora Jardines del Mar. Pero este lugar, como todos los lugares en los que veraneamos, sigue siendo esa patria pequeña y fugaz que echamos tanto de menos el resto del año.
Aún así, siempre se dan circunstancias traumáticas que te indican que las cosas han cambiado. El año pasado, sin ir más lejos, al ir a reservar mesa en uno de los lugares fetiche de este sitio, en el que he pasado más horas que en casi ningún otro, una camarera que no tendría más de veinte años, cuando le di mi nombre para la reserva, me preguntó “¡Ah! ¿Usted es el padre de los Moreno?”.
Qué momento más impactante, imposible describirlo. De un lado, afloró el orgullo de saber que mis hijos han sembrado sus propios campos y hoy por hoy son más conocidos en Campoamor que yo mismo. Pero, por otro lado, que latigazo en el orgullo al sentir que las nuevas generaciones han desterrado ya a la nuestra; que, por así decirlo, soy el Moreno Emérito. Esta inesperada cesión de la corona me dejó descolocado, tengo que confesarlo.
Ahora, durante el día, soy más feliz que era antes. Me levanto a las ocho, me pongo mi chaleco sauna y me voy a caminar. Disfruto de esos momentos en los que este bendito lugar está despertando, a la misma hora, exactamente, en la que en tiempos pretéritos me iba a dormir. La playa es un lugar por descubrir, los paseos con Maricarmen, territorio virgen. La siesta, el tardeo, las conversaciones sosegadas a horas vespertinas. Sin embargo, como vampiros redimidos de su pena, hemos perdido la noche. La noche es para irse a la cama; o lo que es aún peor, es para irse a dormir. Y si un día, porque la cosa se tuerce, se da la oportunidad de tomar un Gin Tonic a horas inadecuadas, pues se hace, pero con esa nostalgia de la camita y la almohada que nos están esperando.
Ahora, con los amigos, esa cenita a las nueve, ese chupito de la casa a las once, ese pacharán, señal inequívoca de un cambio de época, de periodo histórico incluso, y a las doce en la cama, bajo el ventilador de techo, más a gusto que un San Luis. ¿Copita en el chiringuito? Deja, deja, que mañana tengo Padel.
Sin embargo, nuestros hijos, sin bares de copas ni la madre que parió a Paneque, llegan a las cinco de la mañana. ¿Que qué están haciendo?. Ni puñetera idea ni ganas de enterarme. Pero hasta el pequeño, de quince años, se suele despertar diciendo “Qué bien me lo pasé anoche».
Se siente uno como Mufasa, cuando sentado al lado de Simba le dice, mirando a la inmensa sabana “Algún día, todo esto será tuyo», con la diferencia de que a ellos no le ha hecho falta que nadie les de permiso para dominar la manada.
Y aquí estamos, saboreando los placeres y los días, sabiendo que todo esto tiene fecha de cierre y que volveremos a la lucha, que solo tendrá sentido mientras que el tiempo siga corriendo y haya un nuevo agosto en el horizonte. Desgraciadamente, son ya varios los amigos que, por uno u otro motivo, se han quedado en el camino. Por ellos y por nosotros, porque nos lo merecemos, seguiremos reinando en esta tierra prometida, al final del arco iris, al que un día nos trajo nuestro particular camino de baldosas amarillas.
“Se cayeron mis alas y yo no me rendí, así que ven aquí. Brindemos que hoy es siempre todavía. Que nunca me gustaron, las despedidas”. (“Ahora”. Ismael Serrano).
@julioml1970