Por respeto no puedo nombrarlo: murió y lo supe tarde, pero fue buen amigo, culto, escritor de amable y fina palabra que un día viviendo fuera del país decidió cambiar de sexo y convertirse en una bella y espléndida mujer otoñal. Al saberlo, me produjo sorpresa y cierto ramalazo de desconcierto. No mucho, porque estando yo casado con una bailarina enfrenté dos o tres casos de chicos que se convirtieron en chicas, abrazaron nombres de fábula y se transformaron en bailarinas acentuadamente viriles o hembras de hechizo que alumbraban a los asiduos visitantes del cabaret parisino de Madame Arthur con la perfecta belleza de sus cuerpos.
Mi amigo cometió un error que muchos de sus compatriotas no supieron perdonar. Haber regresado al machista y falocrático país venezolano cargando consigo, orgulloso, un sexo opuesto, irse varón y regresar mujer de otoño. Tuvo que soportar los rostros crispados y miradas de abierto rechazo de todos sus antiguos amigos y admiradores e imagino el sufrimiento de alma que tuvo que padecer hasta que el psiquiatra le recomendó buscar una pareja formalmente estable y de sereno comportamiento, en la seguridad de que allí encontraría afecto y comprensión. El psiquiatra resultó ser otro conocido mío, Edmundo Chirinos, diputado, rector universitario, pero venenoso psicópata. Sugirió mi nombre y el de mi mujer Belén y nos pareció acertada la propuesta de aquel psiquiatra cuya perversidad se mantenía oculta en la penumbra de una afectuosa simpatía.
Pero no fue fácil nuestro encuentro. Mi nueva amiga, de sexo nacido en cirugía, se envolvió en disculpas por las sucesivas y numerosas citas que no ocurrieron en mi casa pero tampoco en ningún café de Los Palos Grandes. Finalmente se dio el encuentro, ella vino a casa, pero confieso que no supe comportarme, exageré mi alegría al verla y ella se percató en el acto de que yo estaba fingiendo. El encuentro resultó algo forzado y fracasó.
Ella mantuvo intacto su nombre porque resultó ser válido para ambos sexos, pero tuve que admitir y aceptar que su belleza física, el valor del silencioso resplandor de sus pasos cediera lugar para que una mujer emergiera de él y se asombrara ella misma de haber vuelto a nacer dejando de ser voluntariamente el amigo que me hacía reír.
Para aumentar mi desconcierto supe que mudaba de sexo no porque le gustaran los hombres sino por el contrario, porque le seducía el amor entre mujeres.
Cuando volví a verla, dirigía una revista literaria de la que yo era uno de sus redactores. Ocurrió que me tocó sentarme a su derecha en aquella redonda mesa de la redacción. Llevaba la dirección de la revista con mano experta y me animaba ver su belleza otoñal: una muy bien cuidada cabellera ceniza que cubría sus hombros y un apacible talento miguelangélico.
Era la perfecta imagen de aquella espléndida revista, pero una tarde mi ávida mirada de podólogo miró hacia abajo y le vi los pies desnudos atrapados en costosas sandalias y quedé petrificado porque eran los pies toscamente viriles de mi examigo, victoriosos de las riesgosas alteraciones del sexo.
El valiente sujeto que decide cambiar de sexo o la empecinada voluntaria que ronda la misma aventura entran esperanzados al quirófano y el cirujano se afana cautelosa o decididamente sobre sus sexos respectivos para alterarlos, pero sin preocuparse en lo más mínimo por unas manos y pies que pertenecerán desde ahora, inevitablemente, a un ser de sexo opuesto.
Por eso, el bailarín que emerge de la intervención quirúrgica con el sexo trastocado aparecerá en escena como una bailarina más dura y de viril musculatura que la bella partenaire que ejecuta la difícil promenade o el airoso y elegante pas de deux con exquisita femineidad; y el amigo que no nombro, convertido en mujer, no podrá ocultar la varonil evidencia de sus pies.
Resultó tan crispante la revelación de aquellos recios pies de uñas pintadas y tan presente la memoria del amigo que fue antes de desertar de su sexo que renuncié al comité de redacción porque me perturbó la belleza del otoño transformada en mujer y sobre todo, constatar que se mantenían intactos los pies del hombre que alguna vez fue un admirado amigo.
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