Es paradójico, por decir lo menos. Joe Biden pudo recuperar a un “muerto cerebral”, como la OTAN, y unir a toda la alianza occidental para proteger a Ucrania de la tiranía de Vladimir Putin. Pero Estados Unidos se hunde en el aturdimiento diplomático frente a llamados de presidentes, como el colombiano Gustavo Petro, para despenalizar el consumo de drogas o regularlas. Se turba cuando un populista como Petro, sin ninguna racionalidad, pide descriminalizar al “proletariado del narcotráfico”, perseguir a los “capitalistas del narcotráfico” o, peor aún, dice que la cocaína es “menos venenosa” que el petróleo y el carbón.
No importa que Petro vocifere disparates ideológicos que disimulan un trasnochado antiimperialismo, o que simplemente cabalgue sobre la manida frase del “fracaso rotundo” de la guerra contra las drogas. La misma consigna con la que la Comisión Global de Política de Drogas ha pedido un cambio de paradigma en la política mundial desde 2011, aunque sin definir qué es lo que se propone, salvo algunas ideas fragmentarias, lejos de un modelo viable e integral.
En el informe de 2018, la Comisión, por ejemplo, planteó que ¿cómo puede ser una regulación de las drogas? La seductora oferta, sin embargo, no fue más que una simple tautología que sugería que “Quienes formulan las políticas deben buscar evidencia sobre la regulación legal de las drogas”.
Es que una cosa es la gradual aceptación de la sociedad de ciertos estupefacientes, como ocurre con la marihuana, y otra muy distinta e insostenible es que pueda abrirse paso la legalización o una etérea regulación. Resulta asimismo razonable que se incorporen enfoques de salud pública, se descriminalice algunos casos de uso y posesión de drogas o se evite discriminar a personas y comunidades, lo que no puede ser excusa para enviar el fatal y cínico mensaje de que con la droga los colombianos estamos próximos a ser los nuevos John D. Rockefeller.
Cuando un país es el productor del 80% o 90% de la cocaína en el mundo simple y sencillamente no está en posición de autoerigirse en un experimento global de despenalización. Estados Unidos no puede cometer, en consecuencia, el error del extremo tacto diplomático, como cuando afirma que la estrategia holística de la administración Biden hacia las drogas se superpone con el enfoque holístico del gobierno de Petro, excepto porque no es partidaria de la despenalización.
Sería como decir que la política de drogas del entonces presidente Rafael Correa en Ecuador, desde 2008, era holística y se superponía a la de Barack Obama, excepto por la clausura de la base antidrogas de Manta. Un enfoque “holístico” que sí fracasó. Allí la excarcelación de narcotraficantes promovida por Correa, su descriminalización de usuarios y su enfoque de salud pública, conducen ahora a repetir el baño de sangre y de violencia de Colombia de los años ochenta. Un fenómeno con protuberantes similitudes al México de Andrés Manuel López Obrador, sitiado por el control territorial de los narcotraficantes y con el sexenio más violento desde el fin de la Revolución mexicana.
En ese contexto, es natural que Estados Unidos priorice la lucha contra una amenaza inusual y extraordinaria para su seguridad nacional como son las drogas ilícitas. Pero Washington también tiene el deber de alertar a los países del gran riesgo que corren cuando asumen posiciones permisivas o demagógicas frente a las mismas. Que nadie pueda decir que no fueron advertidos. Pese a que Estados Unidos pudiera controlar el flujo de droga que alcanza a ingresar a su territorio, por medio de inteligencia e interdicción, países como Colombia podrían quedarse con un aumento desmedido de la violencia, el microtráfico y el consumo interno. Afganistán es vivo ejemplo de esto último.
Si bien el proceso de paz de La Habana de 2016 era conveniente para desactivar el aparato criminal de la guerrilla de las FARC-EP, Estados Unidos cometió el previsible y gran error de haber avalado el capítulo de drogas de ese acuerdo, el cual alentó un descomunal crecimiento de los cultivos ilícitos. Es por ello por lo que Estados Unidos debería ejercer algún grado de autocrítica.
Es que es por supuesto lógico la entrega de subsidios y ayudas para alentar a las comunidades a salir de los cultivos ilícitos. Lo que no puede hacer el Estado es supeditar su accionar y la erradicación a que previamente llegue a todos los territorios y resuelva todos los problemas. Una postura así siempre encuentra argumentos para justificar los cultivos.
Claro que la perspectiva indulgente o con grandes vacíos de la política antidrogas no es exclusiva del gobierno estadounidense, sino también de su Congreso. En diciembre de 2020, la comisión bipartidista creada para evaluar la política antidrogas en América Latina publicó su informe “Western Hemisphere Drug Policy Commission”. Las fuentes y citas del documento son preponderantemente del lobby colombiano contra la erradicación forzada y la fumigación, además de sucumbir a una visión asistencialista insostenible. Como si Estados Unidos pudiera echarse al hombro los problemas de gobernabilidad local de Colombia.
El documento igualmente peca de ingenuidad en la comprensión de las motivaciones de los cultivadores y productores de coca. No puede desconocerse que hay muchos actores de la cadena de producción de coca con poco o ningún interés en que dichos cultivos disminuyan. Ahí están desde los actores armados ilegales, pasando por dueños de cantinas, de burdeles, almacenes, supermercados; jóvenes o pobladores que acceden a lujos que en otras condiciones les serían inaccesibles. Algunos campesinos incluso reciben subsidios, pero no erradican la hoja de coca, o procesan algunos kilos de coca para aumentar las ganancias.
Es absurdo entonces hablar del “proletariado del narcotráfico” y “capitalistas del narcotráfico”, como lo sostiene el presidente Gustavo Petro. ¿Cómo se podrían definir?
Si hay una explicación a por qué en Colombia se concentra el fenómeno de las drogas ilícitas, sería por la mezcla de la incapacidad para ejercer control territorial, corrupción generalizada, propulsada por la idea del dinero “fácil”, y el menor riesgo por violar las leyes.
Pero el gobierno y los funcionarios colombianos andan bien perdidos. Recientemente le preguntaron al comisionado de paz, Danilo Rueda, el hombre encargado de liderar las negociaciones de la llamada “paz total” con grupos criminales y narcotraficantes, ¿qué hacer si las bandas con las que se pretende negociar están dedicadas al narcotráfico? A lo cual respondió: “Lo primero es la vida… después vamos a derivar otros asuntos que justamente van a ser discutidos, dialogados a nivel mundial”. Es decir, la principal política del gobierno del presidente Gustavo Petro, la política de paz, está montada sobre la idea de que la comunidad internacional podría replantear la política contra las drogas. Como eso no va a suceder, lo que podrá ocurrir en Colombia será un estrepitoso fracaso que se pague con mayor violencia y miles de muertos.