«¡No le dé la espalda a ningún patilludo porque son traicioneros y lo pueden matar!», me decían una y otra vez las mujeres de mi casa mientras me apretaban la faltriquera con el dinero que exigía el viaje en autobús a la distante Mérida de mi infancia. Tenía apenas nueve años y me disponía a pasar allí una temporada con mi hermano José Luis, estudiante de medicina y profesor de biología en el liceo Libertador. No era el único consejo o advertencia que me daban las aterrorizadas tías que no ocultaban su angustia ante la peligrosa aventura que yo estaba a punto de iniciar con el riesgo agregado de morir acuchillado.
«¡Duerma en el autobús y no en ninguna posada del camino porque esas camas están llenas de chinches y toda clase de bichos y no se le ocurra tomar nada que le ofrezcan, sobre todo en desconchados pocillos de peltre porque a lo mejor lo están enfermando de carate; no mire a nadie de frente porque es gente mal encarada y procure no dar nunca la espalda! ¡No muestre todo el dinero que carga encima; no haga como Páez que tuvo que matar a un bandolero que quería quitarle la plata porque hizo alarde de la que llevaba! ¡Y por favor, háganos caso y tenga mucho cuidado con esos patilludos!».
El viaje a Mérida duraba dos días con sus noches y un día más a San Cristóbal por la trasandina, la carretera de tierra trazada en tiempos de Juan Vicente Gómez que en los Andes da vueltas como si se regresara y el chofer del autobús era al mismo tiempo mecánico porque el vehículo se accidentaba a cada rato y el conductor, a un lado del camino, tenía que emplearse con esfuerzo para solucionar las forzosas paradas. Antes de llegar a Carora esperaban a los pasajeros no solo un insólito paisaje lunar, sino el fantasma de Lope de Aguirre convertido en fumarolas y una maltrecha y desdichada mujer que recibió al chofer en la puerta de su casa apenas escuchó el aviso de llegada desde el autobús.
Todavía hoy, estupefacto, recuerdo la escena. Sonriente, el chofer se baja del autobús, abraza a la mujer, entra en la casa medio destartalada y sale una hora más tarde sin ofrecer ninguna excusa y sin dar ninguna explicación a los desventurados viajeros que aprovechan la insolente pausa para quitarse de la cara los pañuelos que los protegen de la inclemente polvareda del camino.
El niño que yo era, huérfano de madre, pero de padre ausente viajaba petrificado de espanto en aquel asmático autobús. Me pesaban mucho los crispantes consejos familiares y no encontraba manera de evitar las cuchilladas que ya estarían tramando los patilludos que tanto estremecían de pavor a las mujeres de mi casa, pero tampoco lograba encontrar la manera de rechazar el envenenado pocillo de las enfermedades.
¡Pero nada de esto ocurrió! Mérida era una bella y serena ciudad fría, envuelta en la neblina de los páramos; gente reservada pero amable; nada de acalorados patilludos, pocillos desportillados ni bandoleros despiadados. Una ciudad pequeña: a cuatro cuadras de la catedral se encontraba el cementerio y en sentido contrario estaba el cuartel y Milla. Exhibía con orgullo una universidad e incunables entre sus tesoros. Mostraba en la plaza una estatua de Bolívar con un pedestal que llamaban «la factura» porque se enumeraba en ella todos los bienes que le dieron al Libertador para su Campaña Admirable, a pesar del terremoto que devastó a la ciudad.
Comprendí que mi familia y todo el país ignoraban cómo eran Mérida y los andinos e inventaban horrores y crueldades porque Cipriano Castro y el propio Juan Vicente eran duros azotes de los Andes. Las mujeres de mi casa jamás habían estado en ninguna región andina y vivían desatando una desconsiderada imaginación alimentada por tenebrosas acechanzas. Todavía no éramos un país porque no nos conocíamos unos a otros y el hombre del estado Monagas no tenía la menor idea de cómo era Mérida o Barinas; el de Anzoátegui o Ciudad Bolívar jamás habían visto el lago de Maracaibo y los propios merideños no habían estado nunca en San Juan de los Morros.
Aquel viajero asustado que fui siendo niño de autobús y carretera de tierra no estuvo recorriendo una región venezolana como creía estar haciendo sino que anduvo por un camino de perversidades y chácharos patilludos originarios de Capacho, hombres de tosca lealtad, de machete y alpargatas conocidos como la Sagrada que durante 27 años estuvieron ultrajando a un país que aún no era adulto. Yo tampoco lo era, anhelaba que el país y yo fuésemos espléndidos y vigorosos y nos abrazáramos algún día con júbilo y en plena libertad, es decir, sin sagrados patilludos ni pocillos de sucias enfermedades políticas.