OPINIÓN

Los oscuros pasillos de la historia

por Sergio Ramírez Sergio Ramírez

Entre mis lecturas de cuarentena he vuelto a Suetonio, el historiador romano que en su libro capital, Vida de los doce césares, entra en los pasillos mal alumbrados de la historia con paso de espía del pasado, y con diligencia de escritor de nota roja, o de gacetillero de revistas del corazón, busca penetrar los viejos misterios de la vida de los poderosos, sus vicios y excesos, y sus intríngulis vergonzosos, taras familiares, incestos, megalomanías, crímenes, lujuria, avaricia.

Cuando nos ofrece al detalle los datos históricos, y entra en el entramado de las genealogías, el lector, que busca instruirse en las minucias de las vidas narradas, con la misma curiosidad de este historiador de hace dos milenios, puede dejar de lado esas arideces. Mejor seguirlo por los caminos escabrosos que recorre con la barbilla levantada solemnemente para mostrar su desprecio moral ante las inmundicias de que se alimenta el poder.

Para entrar en los pasillos secretos del pasado, donde bullen esas voces olvidadas que nos cuentan historias prohibidas, pero tan atractivas, Suetonio tenía la mejor de las llaves. Bajo Trajano fue supervisor de bibliotecas públicas, y luego jefe de los archivos imperiales; y fue secretario de Adriano, encargado de su correspondencia, con lo que tuvo acceso a los archivos donde figuraban las cartas, testamentos y demás documentos personales de los emperadores anteriores, desde Julio César y Augusto.

Nadie es tan sabio en los detalles como Suetonio, y en esto se ampara en una de las reglas básicas de toda buena narración, que es convencer al lector que lo que cuenta es verdadero, a través del registro de lo minucioso. Marcel Schowb decía que la literatura no se ocupa de lo general, sino de lo específico.

Son once puñales, ni uno más ni uno menos, los que se levantan contra Julio César, quien al verse perdido tiene el delicado gesto, congruente con su proverbial vanidad, “de bajarse con la mano izquierda los paños sobre las piernas, a fin de caer más noblemente, manteniendo oculta la parte inferior del cuerpo”.

Son veintitrés heridas las que recibe, y sólo a la primera lanza un gemido, sin pronunciar ni una palabra. Son tres los esclavos que lo llevan a su casa en una litera, “de la que pendía uno de sus brazos”. Entre todas sus heridas sólo era mortal la segunda que había recibido en el pecho. Los números hablan.

Es un historiador que, entre papeles antiguos, cumple el papel de un reportero con la libreta en la mano, presente en el lugar de los acontecimientos, que está pensando en satisfacer la curiosidad de sus lectores, y entiende que la verdad nunca es retórica, sino que debe ser demostrada con toda precisión.

Una regla que se vuelve igualmente válida para el escritor de ficciones, que debe fingir la verdad en la gala de los detalles, como lo hace Defoe en el Diario del año de la peste, donde incluye hasta tablas estadísticas que registran el número de muertos a causa de la Gran Plaga, por cada distrito de Londres. Es la majestad de la mentira que debe parecerse a la verdad como si fueran dos gotas de agua.

Pero la mejor enseñanza que nos deja Suetonio es una profunda indagación de los mecanismos del poder, compuesto desde entonces, y desde antes, de vanidades y veleidades, de obsesiones y mentiras, de ambiciones y simplezas, de crimen y locura. Los subterráneos que recorre son de doble fondo; arriba están las anécdotas que pueden parecer banales, banquetes excesivos, triunfos militares fingidos; debajo corren las aguas negras que fluyen desde la naturaleza misma del poder.

En la mente del poseso que se encumbra sobre los demás, lo que campea es la quimera del poder para siempre; y entre los personajes obsesos y arbitrarios que describe Suetonio, esa idea del poder eterno llega a convencerlos de su propia naturaleza divina, muy lejos de pensar que no van a morir tranquilamente en su cama, sino que, acosados por la traición, serán cosidos a puñaladas, o acabarán envenenados. Es su destino.

Psicópatas, como Calígula, que apenas podía conciliar el sueño y pasaba la noche deambulando por los pasillos, con la mente encendida urdiendo crímenes, y que tenía por divisa la regla de que todo le estaba permitido, y con todas las personas, dueño de sus vidas, de sus cuerpos y de sus muertes.

O locos de otro tipo, como Nerón, y ambos han llegado hasta nuestros días convertidos en caricaturas de historieta, el uno elevando al consulado a su caballo, el otro tocando la lira mientras ardía Roma, a la que él mismo había mandado dar fuego. Esas historias, siempre tan populares, se las debemos a Suetonio.

Nerón, quien tenía la vanidad infantil de creerse un genio del bel canto, tanto como para presentarse en los teatros, y gastar fortunas en sus lujosas puestas en escena, a costillas del erario público. A nadie le estaba permitido abandonar el recinto cuando subía al escenario, y así hubo mujeres que dieron a luz en las gradas, y muchos espectadores “saltaron furtivamente por encima de las murallas de la ciudad, cuyas puertas estaban cerradas o se fingieron muertos para que los sacaran”.

Vigilaba con celo que los aterrorizados jueces no fueran a dejar de escogerlo ganador de los concursos de canto, y perseguía a sus competidores hasta arruinarlos. A sus súbditos los clasificaba entre quienes alababan la excelencia de su arte, y quienes cometían traición al no elogiarlo. El ridículo es también una forma del poder desmedido.

Suetonio se vuelve al final un personaje suyo. En el año 122, cayó en desgracia. El rumor sigue repitiendo en ecos, a través de los pasillos oscuros de la historia, que llegó a tomarse demasiadas libertades con Vibia Sabina, la esposa del emperador Adriano, quien, furioso, lo alejó del entorno palaciego.

Quién iba a decirlo. Suetonio, quien tantos adulterios nos dejó narrados.

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