Alrededor de 7 millones de venezolanos deambulan por el mundo. Son cifras citadas por organismos y por analistas de la diáspora venezolana. Son apenas cifras. Detrás de ellas hay historias, hay rostros, hay dolores, hay desencuentros. Han huido, hemos huido, del país.
Hemos huido, como dice Leonardo Padura en su último artículo en la prensa española, buscando otro lugar en el mundo, huido del miedo, de la pobreza, del hambre.
Padura se refiere, especialmente, a los ucranianos que deambulan por el mundo. Pero puede transferirse a los venezolanos que, sin guerra de por medio, también deambulamos por el mundo. La mayoría sin maletas, porque reposan en algún desierto mexicano, en la selva del Darién o en el fondo cenagoso del río Bravo. Los venezolanos, habría que agregar, que también huimos de la dictadura.
Kundera, citado por Padura en su artículo, dice en alguna parte que nadie se va del sitio en que es feliz. La dramática cifra de venezolanos que se ha ido del país desmiente a una de las consignas más repetidas por el régimen desde los lejanos días de Chávez hasta estos de Maduro: Venezuela es un país feliz y para administrar esa felicidad hasta tenemos un viceministerio: el viceministerio de la felicidad que nadie sabe qué hace.
Pero detrás de esa cifra de gente que huye del país hay otra realmente dramática, se trata de los cerca de 900.000 niños que un informe de Cecodap revela como los que madres y padres han dejado con sus abuelos y otros familiares mientras ellos salen del país por cualquier vía, todas de gran peligro, como la selva del Darién o las más de 100 trochas en la frontera colombiana, en busca de una vida mejor, para ellos y para los que dejaron en el país.
Es, de verdad, un número cruel. Imaginemos un abuelo, por decir algo, de 65 años cuidando, un niño de 2 años, 3 o 5 años o un poco más. Agreguemos que ese abuelo recibe una pensión, que fue a partir de marzo que se elevó a 28 dólares, con la que a duras penas puede comprar alimentos para los niños que ahora están bajo su cuidados y que recibe una remesa que mes a mes es más menguada, porque la inflación ha llegado hasta el dólar.
Repito que es un número demasiado grande, pero aun así el dolor no puede medirse con números, sino con palabras inciertas: ¿Volverán algún día?, ¿por qué se fueron y me han dejado con mis abuelos que ya no pueden con su alma?, ¿quién me llevará a la escuela?, etc.
La dificultad para adaptarse a ese nuevo entorno llena a un niño de una profunda tristeza y hasta depresión. Y de hecho ha conducido a no pocos niños a tomar decisiones como el suicidio, como lo revela un informe del mismo Cecodap donde se da cuenta de un número, igualmente aterrador: 156 casos en 2021
Y es que la soledad les llena todo el cuerpo. En realidad, no se sabe, no puede saberse, cuánto sufre un niño que ha quedado en esa condición. Entonces viven lo que el informe de Cecodap llama “duelo migratorio” que empieza a producir efectos en el comportamiento “… que demuestra la afectación en la salud mental de una generación aquejada por la ausencia y el abandono”.
¿Qué pasará con esos niños que hoy han sido dejados atrás? Niños cuyo presente, este presente que les ha tocado vivir, es un presente continuo, con un futuro cerrado.
Cuando yo era joven, sí, alguna vez pasé por esa etapa, soñaba con ser médico, no lo fui, porque voluntariamente le di una vuelta de tuerca a ese primer sueño, pero de haber persistido lo hubiese logrado, porque para cualquier joven en Venezuela, en el período democrático, dígase lo que se quiera decir, el futuro era más o menos predecible. Este (el futuro) podía ser cuantificado, medido y calculado ex-ante. Hoy eso es imposible y esos niños que hoy viven bajo el amparo de familiares, especialmente abuelos, pero con la ausencia de sus padres, tienen un futuro incierto…. Y lo peor, en la mayoría de los casos, lleno de padecimientos.
Por eso. Por todo lo que se ha destruido en veinticuatro años, dejando solo estropicios y desaliento, podemos decir, tenemos la obligación de decir, que solo el cambio resolverá todo.