Cuando usted, querido lector, esté leyendo este artículo, faltarán 14 días para que termine uno de los años más funestos que nos haya tocado vivir, y 19 días para que culmine, en medio de controversias a veces serias y la mayoría de las veces provocadas, prefabricadas y por lo tanto artificiales pero divulgadas con premeditada intención por todos los medios posibles, el interinato de Juan Guaidó.
Un interinato que solo puede ser renovado si es electo nuevamente presidente de la legítima Asamblea Nacional. Y esto, que sería lo deseable, mis queridos amigos, está por verse porque para nadie es un secreto que el régimen, sumado a ciertos factores de la oposición, tiene armado los cañones, no solo para impedir su reelección en este momento, única y última pieza de la esperanza democrática, sino para convertirlo en el culpable de todo y destruir todo lo que él representa, que es mucho y que dejarlo perder sería, más que un hecho lamentable, un crimen contra la nación y sus martirizados habitantes.
Quiero dejar bien claro que no soy un guaidosista, que a la hora de analizar y escribir mi visión y emitir mi opinión parto de un solo hecho y ese no es otro que la realidad, y la realidad que venimos viviendo y padeciendo en carne propia los ciudadanos que habitamos en un país que todavía se llama Venezuela es tan espantosa, que ya comenzamos a ver cada día más lejana la Venezuela recia, hermosa, pujante en su desarrollo y en su diáfana manera de vivir en democracia que siempre hemos soñado.
Esta Venezuela que hoy tenemos, golpeada, saqueada, herida, injuriada y pisoteada, ya sin soberanía, sin moneda, sin futuro y sin bandera, que se le quiebran los huesos con cada golpe de timón que da un régimen condenable por los cuatro costados en medio de la más obscena impunidad, es definitivamente indeseable, pero debería obligarnos a entender que Venezuela tiene veinte años en un proceso de metamorfosis, sin que por desgracia podamos saber todavía en qué se va a convertir, si en el monstruo que desde su llegada ha mostrado sus dientes totalitarios y se ha dedicado a matar nuestras instituciones, hacer del acoso y la represión sin otra posibilidad que la de vivir ensangrentado y chupando su propia sangre gracias a su criminal intolerancia, o si pasaría a ser una nación liberada del yugo, el acoso y el oprobio, que debe emprender su desarrollo y crecimiento con el esfuerzo de todos sus ciudadanos en un clima de paz y unidad irrenunciables.
No quiero perderme en la maraña de razones que nos han llevado a repudiar al régimen más dañino que haya conocido Venezuela en toda su historia, prefiero en vez de recurrir a una reiteración francamente inútil de las razones que hacen del régimen una circunstancia realmente abominable, concentrarme más bien en lo que ha significado Guaidó y por qué en este momento hay que apoyarlo con todas las fuerzas que nos quedan.
Este 5 de enero del año 2020 que nace, más que torcido, lleno de amenazas y peligros todos provenientes del despotismo y la mentira “revolucionaria” se cumplirá un año de su aparición en la escena política y con él, de manera tan espectacular como inexplicable, la resurrección de una esperanza y una fe que por causa de los repetidos abusos de poder del régimen y una nefasta división de la oposición, teníamos perdidas en un mar de incertidumbres, cuestión que en tiempos de violencia y crimen como el que vivimos, más que un bien altamente apreciable, es un milagro.
Y no estoy hablando de cualquier milagro, estoy hablando de uno que logró establecer una conexión total entre el soberano y la oposición, que llevó a 90% de ese pueblo a considerarlo y tratarlo como el legítimo presidente en sustitución del usurpador.
Como si esto no bastara, logró el despertar de una conciencia internacional sobre lo que estaba ocurriendo en Venezuela, que produjo a su vez, la reacción de la comisión por los derechos humanos de la ONU presidida por la señora Bachelet en cuyo informe quedaron al descubierto algunas de las violaciones de los derechos humanos en los que el régimen ha incurrido, condimentados, con torturas, ajusticiamientos, encarcelamiento sin causas, inhabilitaciones y demás atrocidades, que desde hace años se venían denunciando sin que hubiésemos encontrado una respuesta como la que hemos tenido desde que comenzó el interinato de Guaidó, lo cual trajo como consecuencia el apoyo cada vez más decidido de la OEA, y de la Organización Internacional del Trabajo, una cierta rendija en la tradicionalmente apática ONU cuando se habla de violaciones de los derechos humanos, así como el respaldo de más de 60 gobiernos democráticos, entre los que cabe destacar el de Estados Unidos, Canadá, el Grupo de Lima, la comunidad europea y lo que, a mi modo de ver es más importante, la solidaridad de la conciencia popular de buena parte del mundo. Y esto por sí solo es un logro nunca obtenido, ni siquiera parcialmente, por la oposición durante estos veinte años de lucha incesante contra un régimen que está considerado a nivel mundial como una vulgar dictadura o tiranía, según el léxico que se prefiera utilizar.
Es cierto que en el largo trayecto recorrido hubo interferencias, muchas de ellas provenientes de algunas decisiones tomadas por el propio Guaidó, como el sí o sí referido al ingreso de la ayuda humanitaria y los sucesos de La Carlota, ambos actos fallidos en sus propósitos, que fueron hábilmente magnificados por el régimen y, lo que es peor aún, por aquellos sectores de la oposición que desde su aparición quisieron descalificarlo. A esos hechos podría añadir como fallas atribuibles parcialmente al grupo que junto a Guaidó definen las estrategias, la insuficiencia en materia de inclusión que abrió brechas que no debieron ocurrir. Del resto, las fallas registradas como pueden ser los oídos sordos del sector militar que tiene secuestrada a Venezuela, ni las indeseables intervenciones militares extranjeras en nuestro territorio, ni el aflojamiento del discurso de Trump, ni la ambigüedad timorata de algunos factores que lo apoyan, ni la presunta conducta indecorosa de algunos pocos presunto corruptos, son atribuibles a él, como tampoco las tan criticadas reuniones en Barbados y en Oslo, promovidas por factores de la geopolítica que ven como indispensable la solución de la crisis humanitaria que vive nuestra atormentada nación por la vía de un acuerdo o negociación, método universalmente ensayado en casos como el nuestro, capaces de llevar la solución al terreno de la legalidad y la democracia como es el acto electoral, hecho en el que ningún demócrata puede estar en desacuerdo.
Bueno es tomar nota de lo que sucedería de no ser reelecto Guaidó. Sucedería que todo lo logrado hasta ahora, que es muchísimo, se perdería; que perdiendo la Asamblea, el régimen tendría la vía libre para adelantar unas elecciones parlamentarias, por demás obligatorias, bajo su esquema fraudulento de siempre, aprovechando la confusión, los desencuentros y la ceguera de una oposición que no ha estado a la altura de los retos planteados gracias a las múltiples visiones y apetencias por llegar al poder. Que valiéndose también el régimen de la ayuda del bloque seudoopositor, que decidió formar una mesa de diálogo con Maduro y su nuevo disfraz de pastor o de monje tibetano, y sus pocos acólitos, le daría una mínima pátina de legalidad a esas elecciones, y por supuesto a una definitiva y cruel pérdida de la Asamblea Nacional, único poder legítimo que con un esfuerzo unitario ejemplar, que nunca más para desgracia nuestra se repitió, logramos ganar abrumadoramente en las parlamentarias de 2015. Y eso mi querido lector significaría la entrada en terapia intensiva de la esperanza y un, por ahora, congelamiento de la oposición, que tendrá que abocarse a empezar de nuevo la tarea por la resurrección.
Mi visión lamentablemente no es la más optimista y solo ruego porque, con la ayuda de Dios, volvamos a la sensatez de la unidad democrática, no importa si de manera pragmática, para evitar la metástasis final, que arrastraría a esta nave llamada Venezuela al naufragio y nosotros sus habitantes, a la condición de náufragos desesperados por encontrar una tabla de salvación sea cual sea y esto no es ni deseable y mucho menos expresión de lo que los venezolanos queremos.
Que con la ayuda de Dios los venezolanos salvemos a Venezuela. Este cronista se despide hasta el Día de Reyes, en el que espero ver algún acto de magia.
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