El ataque o invasión a Israel por Hamás —una de las tres grandes organizaciones palestinas— suscitará múltiples reflexiones en los días, semanas y meses que vienen. Se le compara ya en sus dimensiones y consecuencias a la Guerra de Yom Kippur de 1973, o en todo caso a la Guerra en Líbano de 2006. Por el momento, merece por lo menos dos comentarios preliminares.
El fracaso de los servicios de inteligencia y seguridad israelíes será largamente investigado, pero desde ahora se han presentado varias hipótesis tentadoras. Una: la culpa yace en la obsesión de Netanyahu por impulsar una reforma judicial para salvar su propio pellejo ante las acusaciones de corrupción, y las consiguientes distracciones y escisión de la sociedad israelí. En un país donde no existe una constitución, el intento por debilitar a la Suprema Corte provocó enormes manifestaciones desde hace muchos meses, así como advertencias por parte de reservistas militares y de inteligencia de no acudir a nuevos llamados a las armas. Acudieron ahora, pero todo el aparato del IDF vio mermadas su preparación y atención a lo que sucedía en Gaza; lo advirtieron numerosos directores e integrantes del Mossad y Shin Bet.
Asimismo, la política de Netanyahu de apoyar nuevos asentamientos en la Ribera Occidental, en tierras palestinas, lo obligó a desplegar recursos militares y de inteligencia a esa zona, descuidando lo que sucedía en Gaza. El énfasis en Cisjordania respondía a consideraciones de política interna en Israel, de complacer a los sectores de ultraderecha con los que se alió Netanyahu para formar gobierno y mantener su fuero. A reserva de que las comisiones de investigación posteriores nos ofrezcan más información, estas parecen ser las principales causas del descalabro de la defensa israelí, comparable, en efecto, al de 1973.
La segunda reflexión también proviene de la lectura y escucha de todos los análisis de estos acontecimientos. Una consecuencia y parte la motivación del ataque de Hamás reside en el empeño suyo, de Irán y de Hezbollah, por hundir el inminente acuerdo entre Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel. Tal y como fue irresponsablemente cacareado por todos, dicho convenio hubiera establecido relaciones diplomáticas entre Jerusalem y Riad, un convenio estratégico entre Arabia Saudita y Washington, y concesiones significativas de Israel a la Autoridad Palestina (enemiga de Hamás) en la Ribera Occidental. Habría implicado una severa derrota para Irán, Hamás y Hezbollah, e indirectamente, para los aliados de Irán en la región: China y Rusia.
Hoy ese acuerdo está muerto. Podrá resucitar dentro de algunos años, pero las inevitables represalias israelís en Gaza, con las imágenes que recorrerán el mundo, le imposibilitarán a Mohammed bin Salman cualquier entendimiento formal con Israel a corto plazo. Aunque la ofensiva de Hamás se preparó evidentemente desde hace tiempo, uno de los factores que la detonó fue el peligro que representaba este acuerdo.
Veremos en estos días cómo enfrentan Israel y Estados Unidos el desafío de los rehenes. Se trata de un dilema sin solución. Pero pasado ese momento, la gran disyuntiva para ambos países será si resuelven eliminar a Hamás para siempre. Si Hezbolá embiste a Israel desde el norte, si se confirma que Teherán participó activamente en diseñar el operativo de Hamás, Netanyahu, con el apoyo de Biden pero pensando en su propia sobrevivencia, podría decidir que es mejor extirpar el mal de raíz, de una buena vez. Atacaría a Irán, no solo para destruir sus instalaciones nucleares, sino para lograr un cambio de régimen. Muchos iranís aprobarían la defenestración de los ayatollahs, pero el mundo no. De esa magnitud es la crisis.