¿Qué ocurre cuando mezclas una leyenda local con varios horrores muy reales y después, le añades un poco de un tipo de retorcida historia contemporánea? La película La Llorona de Jayro Bustamante no solo crea una versión sobre el clásico mito del terror latinoamericano por completo novedoso, sino que además elabora una versión sobre la identidad y los temores tan poderosa como simbólica.
La leyenda de la Llorona es un fenómeno antropológico en buena parte del continente latinoamericano e incluso, en algunas regiones tan distantes como Europa del Este y Asia. La historia de la mujer que asesina a sus hijos en un arrebato de celos, solo para vagar después de la muerte penando su culpa, es un mito arquetipal que se relaciona directamente con terrores sobre la maternidad y también, con la concepción de la transgresión de la figura de la madre como figura idealizada y sostenida por la psiquis colectiva.
El director guatemalteco Jayro Bustamante lo sabe y quizás por ese motivo su película La Llorona utiliza el trasfondo multicultural de la leyenda de uno de los mitos más antiguos del continente, para contar la que es quizás una de las historias de terror más efectivas del año. Bustamante toma la osada decisión de mezclar el origen de una leyenda de terror colectiva para crear la percepción de la violencia como un acto humano, fuera de todo control, época e incluso, la dimensión de la vida tal como la conocemos, para enlazar la historia que narra el guion (que coescribe con Lisandro Sánchez) con los horrores del genocidio y el poder dictatorial. El resultado es un filme poderoso, con un subtexto simbólico de enorme poder y al final, una reflexión al miedo contemporáneo y a la forma en que se manifiesta.
Mientras la cámara recorre pantanos, valles inhóspitos y territorios de pesadilla, Bustamante confronta al espectador con la idea de los monstruos, más allá de aparecidos o extraños llantos inexplicables. ¿Qué es lo que realmente acecha en la sombra? ¿Cuáles monstruos con los que deben lidiar y al final vencer los personajes? El director incorpora el pasado violento de su país a la idea sobre el poder de la culpa social, para crear a través de la Llorona — como figura terrorífica — un hilo conductor hacia el mal interior que habita en cada uno de nosotros. Cuando Carmen (Margarita Kenéfic) invoca un espíritu en medio de la noche, no se trata solo un ritual de brujería, sino una connotación más antigua y primitiva sobre el dolor. Lo que convoca la matrona es también el sufrimiento de lo que yace en la oscuridad — los asesinados y torturados luego de un interminable conflicto civil — y es ese aspecto dual del discurso de la película, lo que transforma su argumento en un tipo de mirada hacia el terror original y por momentos incómodo. Para Bustamante, lo terrorífico tiene un trasfondo mucho más complejo que la figura espectral que vaga en la noche y grita de puro sufrimiento. Es el país, las víctimas sin nombre y lo espeluznante de la insinuación de lo que la tierra guarda como un secreto.
La película tiene mucho de un tipo de reflexión sobre lo inconfesable que, además, bifurca la historia principal en varias líneas narrativas que alcanzar diversas discusiones inquietantes. Desde la concepción del poder corrompido y el fervor militar que encarna don Enrique (Julio Díaz), un general guatemalteco retirado, hasta la percepción de la lucha de clases, en la que la figura de la Llorona se alza como una figura de venganza y también, la metáfora de los rencores culturales inconfensables. Bustamante trabaja con cuidado en brindar un contexto amplio sobre el duelo de su país, las heridas abiertas y el rencor a fuego lento que marca a cada uno de los personajes.
Con sus monstruos de rostro humano, la película toma la brillante decisión de confundir las percepciones sobre las tinieblas de la crueldad y crear una historia dentro de una historia. Don Enrique, cruel y despiadado, es la alegoría de un país sin justicia, atormentado y envuelto en sus propios demonios que no termina de exorcizarse, en medio de la impunidad y la complacencia del poder. Como si se tratara de uno del conocido estereotipo de la figura de autoridad venida a menos, pero que es incapaz de aceptar responsabilidad en las atrocidades que se cometieron a su alrededor, Enrique es el punto de partida hacia algo más grotesco y doloroso. Y es la Llorona, una aparición nacida del folklore local pero que a la vez, parte de un substrato que elabora ideas complejas sobre el poder y la necesidad de la venganza, lo que hace de la historia, una compleja red de concepciones no solo sobre Guatemala, sino también del continente latino con sus heridas aun sin cicatrizar. Un mapa de ruta hacia el trauma colectivo que Bustamante utiliza como un trasfondo elocuente de lo que evade explicaciones sencillas y sostienen una mirada temible, sobre la identidad de un país que sigue sin saldar cuentas históricas.
Resulta de poderoso interés, el hecho que Bustamante pone al mismo nivel lo real y lo sobrenatural: desde los testimonios de las víctimas (una conmovedora y grotesca colección de imágenes de torturas y violencia), hasta el castigo misterioso que podría o no recibir el perpetrador de semejantes atrocidades, la película no se prodiga con facilidad y sostiene algo más elaborado sobre la desesperanza, lo macabro y el morbo cultural sobre las propias tragedias.
De la misma manera que la leyenda de la que procede, La Llorona de Jayro Bustamante es algo más que un cuento de miedo: forma parte de esa mitología siniestra de una cultura mestiza que además, conserva elementos de la fatalista versión sobre la vida y la muerte, tan propia de los pueblos latinos. La Llorona, al contrario de historias parecidas en Japón, Hungría e Indonesia, busca venganza y de hecho, es el rencor lo que le une a la tierra de los vivos. Y Bustamante no solo lo sabe, sino que le endilga la posibilidad de una redención siniestra que sostiene la pérdida de identidad de los muertos y la búsqueda de reivindicación de los vivos. Con todo su peso de conciencia colectiva — se castiga al mal y además, reivindica a las golpeadas y maltratadas etnias indígenas del continente — es algo más que una versión sobre una historia de fantasmas universal. Se trata de una mirada atenta a las creencias y creaciones especulativas acerca de la identidad colectiva, que sobrepasan cualquier explicación sencilla.
Para Bustamante no existe diferencia alguna entre la voz del más allá que Enrique cree escuchar o la de subconsciente lleno de culpa. El miedo, la ansiedad, la debilidad física y al final, una incómoda mirada sobre lo absurdo y lo temible, convierten a La Llorona en un suceso argumental y visual. La cámara que jamás detiene su trayecto de un espacio a otro, la particular firmeza del guion incluso en los puntos más confusos de esta batalla entre el bien y el mal que termina por abarcar siglos de historia y dolores intocados de una Guatemala atormentada por sus demonios, asume la visión sobre una identidad poderosa y combativa, que Bustamente refleja con el buen tino de un realizador en busca de un lenguaje convincente.
Si en 2019, la película La Llorona de Michael Chaves intentó utilizar el seminal mito de la mujer atormentada por la muerte de sus hijos dentro de los límites más rígidos del cine de terror, Bustamante hace todo lo contrario y logra construir una caja de resonancia que sostiene el miedo como algo más orgánico, brutal y poderoso de lo que podría suponerse desde su visión nihilista acerca de lo que lo paranormal puede ser. Mientras que en la película de Chaves analiza la figura de la Llorona desde sus implicaciones más simples, Bustamante hace lo contrario y asume todas sus implicaciones antropológicas desde sus elementos constitutivos y lo que la hace trascender fronteras culturales. Al final, la mujer que llora es una mirada a la venganza pero también, una víctima de la oscuridad que le ata a la tierra de los vivos. Y Bustamante lo sabe, lo muestra y por último, aporta a esa identidad, un poder sobre lo brutal y la crueldad en estado puro que es quizás, su elemento más poderoso y visceral.
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