Si algo ha quedado en evidencia con el desarrollo de la política venezolana, en estos últimos días, son los miedos de Nicolás Maduro y su camarilla.
El usurpador está preso del pánico. No logra sacar adelante una sola iniciativa política que le permita superar la situación de aislamiento, indignación y desespero presente en su maltrecho gobierno. Apenas atisba a aplicar las ya desgastadas recetas del libreto cubano: represión, hostigamiento, descalificación y consignas repetidas.
La llegada al país del presidente Guaidó el pasado martes 11 de febrero, luego de una exitosa gira internacional, puso en evidencia el pánico de toda la camarilla gobernante.
Maduro recibió el mensaje: «Esperamos que pueda regresar sin ser molestado. Y esperamos que el régimen haga el cálculo, especialmente después de este viaje, de que el apoyo a Guaidó es fuerte y que cualquier acción en su contra se convertiría en un error para el régimen», dijo Elliott Abrams, el representante especial de Estados Unidos para Venezuela.
Y Guaidó llegó por Maiquetía, sin que ningún órgano formal del Estado lo impidiera, sin ser arrestado. Con todo y que Maduro había ya declarado que “la justicia debe ocuparse de su actuación”.
Cuando ese señor habla en esos términos, no es porque esté ofreciendo cátedra de respeto al principio de separación de poderes. Al contrario, está dando una orden pública a los órganos controlados de actuar contra la persona señalada.
Cualquier ciudadano que hubiese salido del país, teniendo una prohibición y hubiese regresado, habría sido sometido judicialmente.
Con Guaidó eso no ocurrió.
El régimen, como ocurre generalmente, se sale del marco jurídico y recurre a mecanismos paralegales, a vías de hecho, para mostrar su rencor, para aplicar su venganza.
El régimen recurrió al pillaje para recibir a Guaidó. A través de un siniestro militar, que funge de jefe de seguridad del aeropuerto de Maiquetía, organizó una turba, encabezada por una mujer, a quien se le ingresa de forma irregular al área de llegada de pasajeros, para hostigar, ofender y agredir al presidente.
La turba movilizada al aeropuerto agredió a periodistas y al presidente Guaidó impunemente. Cometió su delito con el amparo de la autoridad formal. En cualquier momento ese formato se les puede ir de las manos. Dios quiera y no tengamos una tragedia en una circunstancia como esa.
La agresión perpetrada en Maiquetía constituye una evidencia más de la cobardía de la cúpula gobernante, pero muestra de forma más relevante el miedo de Maduro, a las amenazas de Estados Unidos de no permitir una detención del presidente interino.
Todo el discurso contra el imperio se quedó en palabras. La camarilla roja ha mostrado que son guapos para perseguir, asesinar, encarcelar y hostigar a los venezolanos desarmados e inermes, pero cuando les muestran en serio una amenaza real, creíble, entonces se abstienen de actuar.
De modo que Maduro no es que le tiene miedo al imperio, es que le tiene pánico. Como miedo y pánico le tiene al pueblo de Venezuela.
La demostración del miedo a nuestro pueblo se hace evidente en la sistemática preparación para atacar a la disidencia y a su definitiva negación a una consulta democrática independiente y trasparente respecto al destino de nuestra nación.
El dictador se niega de forma obstinada a efectuar la elección del presidente de la República, o a la celebración de un referéndum consultivo que permita poner en manos del pueblo venezolano una solución a la crisis política por él generada.
Más entereza y coraje tuvo el dictador chileno Augusto Pinochet, que sometió a la consideración de los ciudadanos de su país, el destino de su gobierno. Tuvo la inteligencia de buscar una solución a su situación.
Maduro le tiene miedo a un pronunciamiento de los venezolanos. Por eso se aferra a su estructura de violencia, a su escudo armado, con el cual perpetuarse en el poder.
Ese miedo es el que lo ha llevado a montar un esquema de intimidación disfrazado de defensa de la soberanía.
La cúpula roja sabe que no está en condiciones de enfrentar un imperio militar y económico. Saben, además, que en el mundo moderno es muy difícil que se produzcan las invasiones de otros tiempos.
Pero esa historieta les permite articular y desplegar el partido en armas, al cual me referí en el artículo de la semana anterior. La cacareada alianza cívico-militar no es otra cosa que la estructura de un partido político armado, dispuesto a enfrentar la rebelión de la ciudadanía.
El derecho de rebelión frente a la opresión, la miseria, el hambre y la muerte ha sido una constante en la historia de la humanidad. La filosofía política, y hasta la teología, la han justificado históricamente.
La cúpula roja ha dedicado tiempo y recursos a organizar un esquema de control territorial para someter cualquier expresión de disidencia o manifestación en la calle. Esa es la tarea de los colectivos.
El centro de Caracas es el esquema mejor articulado que tienen. Pranes y personajes del mundo criminal, ubicados en edificios invadidos en el centro de la capital venezolana, tienen como misión impedir cualquier tipo de protesta o manifestación en las inmediaciones de los centros del poder político: Miraflores, Cancillería, ministerios, Capitolio y otros.
Grupo humano que se presente en esos espacios es conminado de forma inmediata, armas en mano, a retirarse. Es este el primer anillo de seguridad instalado por los jefes de la revolución.
Luego entran las estructuras policiales y militares formales, reforzados con elementos de la guerrilla colombiana, las cuales se exhiben periódicamente, en supuestos ejercicios de guerra, para sembrar miedo en una población a la cual se busca intimidar y paralizar.
Los miedos de Maduro van a forzarlo a abandonar el poder que usurpa. No hay forma, por muchos milicianos, colectivos y delincuentes armados que busque, de mantener indefinidamente esta situación.
Estos días de febrero han sido testigos del miedo existente en los predios del poder, pero muy especialmente en la persona de Maduro.