OPINIÓN

Los libros, mis amigos imperecederos

por Corina Yoris-Villasana Corina Yoris-Villasana

Mi vida ha estado siempre vinculada con los libros. Recuerdo que mi papá contaba que siendo muy pequeña, estaba aprendiendo a leer, llegó a nuestra hermosísima casa en El Paraíso un vendedor ambulante de libros. Yo misma abrí la puerta y con profunda curiosidad rebusqué entre el tesoro que aquel hombre transportaba en una maleta desvencijada. Escogí un pequeño libro, me brillaban los ojos, decía Ángel Yoris, y cuando el vendedor me dijo que debía pagarle 5 bolívares, corrí a mi habitación y saqué una moneda de esa denominación de una hermosísima alcancía que tenía escondida en una gaveta. ¿Saben cuál fue la obra escogida? ¡Prosas profanas de Rubén Darío!

Hoy, unos cuantos años más tarde, debo reconocer que lo más seguro es que no lo escogí por el título o por el autor; quizás opté por él porque era delgado y las letras en la portada eran grandes y fáciles de leer para mí. ¡Pero, quién le iba adecir a mi papá eso! Para él, esa compra revelaba una faceta de mi personalidad y afición a la lectura, que era muy marcada a pesar de los pocos años que tenía para ese entonces. Aún conservo en mi biblioteca ese preciado tesoro de mi niñez.

Solía recorrer con la mirada los estantes llenos de obras maravillosas, tanto en la biblioteca de mi padre, como en la de ese otro ángel tutelar que tuve, Ángel Raúl Villasana. En esas asombrosas colecciones aprendí mis primeras palabras en francés. Ángel Raúl me pedía que buscara algún título, lo decía en francés, y mi precoz amor a la literatura y a la lengua francesa hacía que rápidamente, no solo consiguiera el libro solicitado, sino que aprendía frases y locuciones en el idioma considerado como la expresión máxima de la cultura.

Recuerdo otro suceso vinculado también con los libros, esta vez durante mi adolescencia. Estaba estudiando segundo año de bachillerato y en Historia Universal, la profesora nos dictó una clase muy interesante sobre el viaje de Magallanes. Salí muy motivada con el tema y al llegar ala casa, corrí a la biblioteca. No tardé en conseguir un libro absolutamente mágico, que alguna vez había contemplado. No era otro que Magallanes. La aventura más audaz de la Humanidad del insigne Stefan Zweig. Iba leyendo con gran entusiasmo –esos momentos los tengo grabados en mi memoria– y me fui sintiendo atrapada por aquella prosa ágil, que mostraba la pasión intelectual de su autor. Devoré el libro; la profesora hizo un examen esos días sobre la materia vista y una de las preguntas fue sobre Magallanes. Respondí brevemente la otra pregunta y me dediqué a escribir, sobre el pliego tamaño oficio que nos daban en los exámenes, todo lo que mi memoria y comprensión de lo leído me permitían. La profesora me miraba entre asombrada y preocupada por mi actitud casi febril en responder. Cuando leyó mis respuestas, lo dijo públicamente, no se lo podía creer. Ella misma no había leído a Zweig. La historia no termina allí.

Al llegar el examen final –en los colegios privados teníamos jurados externos (yo estudié en el San José de Tarbes de El Paraíso)– mientras los profesores acordaban las preguntas nos sentaron en orden alfabético. Por supuesto, fui a parar al último rincón del salón. De pronto, vi a mis compañeras que se volteaban a verme y se sonreían. El jurado había decidido poner dos preguntas, La lucha patricio-plebeya y… ¡La aventura de Magallanes! Nunca volví a disfrutar tanto un examen como ese. Hasta una medalla me dieron en el colegio.

Hace unos días un alumno me preguntó sobre cuál era el asunto que más me gustaba de La casa de los espíritus de Isabel Allende, y, sin vacilar, respondí ante el asombro del grupo de estudiantes, ¡la biblioteca!

Luego, no es de extrañar que desde mi niñez haya estado familiarizada con el Panteón Griego y su mitología. Cuando mi ángel tutelar, Ángel Raúl Villasana, falleció, me dejó en herencia esos libros de la cultura griega que tanto me han permitido enfrentar esta terrible época de escasez bibliográfica, cultural y artística. De tal manera que Cronos, Gea, Zeus, Poseidón, Hades, Hermes, Hestia, Hera, Hefesto, Dioniso, Atenea, Apolo, Artemisa, Ares y Afrodita nunca fueron desconocidos por mí. Amé esa mitología, incluso sin comprenderla del todo. Busqué sus rostros, sus figuras reproducidas en esos amigos míos imperecederos que han llenado los estantes de mi casa y aprendí a amarlos, a relacionarlos con todo aquello que heredamos de la Grecia inmortal.

En los próximos artículos voy a escribir sobre algunos de ellos, no con espíritu erudito, no. Lo quiero hacer desde esa vivencia personal que me hizo amarlos, aun antes de tomar conciencia plena a qué se le llamaba Panteón Griego.

¿A santo de qué hablar de los dioses griegos en este momento tan terrible de nuestro acontecer? Ellos, los dioses, han inspirado a literatos,a filósofos, a escultores, pintores durante siglos. La savia inyectada nos ha nutrido en todo el Occidente y es la cultura la que puede ayudarnos a salvar a esta hermosa Tierra de Gracia. Y en ese conocimiento de los mitos griegos, podemos acercarnos a los mitos de nuestros pueblos originarios y vemos las similitudes y coincidencias que, lejos de asombrarnos o desconcertarnos, nos ayudan a comprender mejor el mundo en el que habitamos.