OPINIÓN

Los libros de mi biblioteca

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Misteriosamente, los libros de mi biblioteca viajan, se mueven, se trasladan a otros estantes. Cuando busco uno en particular me dirijo directamente al lugar donde sé que debe estar y no lo encuentro. Me armo de paciencia y lo busco hasta encontrarlo generalmente al lado de otro con tema semejante al que circula en sus páginas. Es como si Emilio Salgari visitara a Jack London o a JRR Tolkien para conocer los resplandores de las nuevas aventuras o Stephen King se acercara a Edgar Alan Poe para que le enseñara a navegar por los oscuros océanos de la conciencia. Se buscan entre ellos porque es una manera de terminar de ser, de encontrarse a sí mismos. Es posible que no hayan quedado satisfechos con lo que el autor quiso hacer de ellos y busquen alcanzar un punto más elevado conversando con otros libros, acaso dueños de un mayor dominio o autoridad.

Decir que son símbolos de conocimiento y de sabiduría es caer en los abismos del lugar común y prefieren afirmar que también el universo es un libro inmenso escrito con tinta divina, pero que el verdadero prodigio reside en el hecho de que, plegado dentro de ese Libro portentoso, se encuentra el Libro de las Revelaciones y ambos son el Liber Mundi, cuyas páginas brotan junto a las esclarecidas y límpidas agua del río que a su lado nace; aguas tan claras como las del manantial de la casa de las tías de Adriano González León en el Alto de Escuque.

El Árbol de la Vida, recio y vigoroso, crece en el Paraíso en el centro de la plaza y sus hojas son las letras que caen y componen los libros que usualmente escribimos o leemos a lo largo de nuestra afligida o jubilosa existencia humana y, excitados, son libros que transitan por los estantes en busca de hojas más rotundas o resplandecientes.

En la antigüedad se creía que los maleficios y peligros vivían dentro de los libros hasta que se descubrió que el peligro eran los propios libros y comenzaron a quemarlos. Sucede que, a veces, tratamos de leer y sentimos que el libro nos rechaza, que pareciera ofenderse de que sea uno quien aspire a conocer sus secretos. Sus páginas se cierran, se oscurecen a sí mismas, bloquean nuestros deseos. Otras veces, cuando se trata de hojas de esmerada inteligencia y asombrosa fantasía se abren, se entregan al placer de ser leídas, nos envuelven en la voluptuosa atmósfera de sus fascinaciones.

Por obligaciones de espacio, mis libros están reunidos en tres grupos que ocupan distintos lugares. Uno, está integrado por libros de danza y ballet pertenecientes a Belén Lobo, mi esposa muerta hace varios años pero que adoro consultar a fin de mantener activa la memoria de lo que queda en el aire después de que el bailarín pasó por él, una remembranza que ella dejó anclada en mí. La danza y el ballet están en la planta baja de la casa. En la alta se encuentran los libros de cine y aparte, los de arte y literatura. Estos últimos son los que más se visitan entre sí.

Trato de mantenerme alerta o despierto para atraparlos en sus travesías, pero algo me distrae o me hace dormir como si esperara los regalos de San Nicolás en las nochebuenas de mi triste infancia.

Romola de Pulszky convertida en Romola Nijinsky disfrutó solo diez años los estruendosos éxitos mundiales de su marido Vaslav Nijinsky, el bailarín ruso que escandalizó al mundo masturbándose en el escenario del teatro Chatelet de París, tendido sobre el chal de una de las ninfas del Aprés midi d’un faune y por las audacias coreográfícas de La consagración de la primavera. Después, durante treinta años y hasta su muerte en Londres en 1950, Nijinsky cayó por los acantilados de la demencia incurable. Parte de su fama, se dijo, tenía que ver con la insólita altura que alcanzaban sus saltos debido a una extraña deformación en un metatarso o simplemente por un don divino. Vaslav Nijinsky en efecto, podía dar saltos tan altos que causaban envidia y malestar en el mundo de la danza. Es lo que podría explicar que lograra que Romola y Richard Buckle, uno de sus biógrafos, saltaran desde la planta baja de mi casa y aparecieran en la planta alta junto a Marcel Proust quien, fatigado por estar buscando inútilmente un tiempo perdido, estaba acostado como Nijinsky a la sombra de unas muchachas en flor en medio del camino de Swann. ¡Allí los encontré!

No es la primera y única vez que ocurren estos desplantes. Blas Coll, uno de los heterónimos de Eugenio Montejo salió una tarde a buscar un adjetivo y no ha vuelto a la biblioteca. Lo he buscado incansablemente sin resultado alguno. ¡Se fue! ¡Se obstinó y cogió calle! Juan Vicente Gómez interrumpió las confidencias que le ofrecía a Ramón J. Velásquez para acercarse a Oficios de difuntos, de Úslar Pietri y reclamarle por qué lo llama Aparicio Peláez; por qué al indio Tarazona le machaca el nombre de Lino Zorca y al primo primitivo y brutal que fue Eustoquio Gómez le pone el nombre absurdo de Rudecindo Peláez. ¡Son los libros de mi biblioteca!

¡Se parecen mucho a mí!