El mundo prosigue en procura de “un buen gobierno”, lo cual viene haciendo desde antaño. Y no le ha sido fácil, hasta el extremo de que no sería repulsivo plantearse que a la humanidad como que le conviene gobernarse a sí misma.
Más de uno asoma, de hecho, a “un gobierno mínimo”, o sea, “el minarquismo”, desiderátum del fundamentalismo liberal. Las fuentes llaman la atención con respecto a pareceres conforme a los cuales es legítimo que el Estado monopolice la defensa, la protección y la justicia. Pero no que se involucre en el logro del “bienestar social”. A los sostenedores del “minarquismo” se les califica como “libertarios”. Aquellos que abogan por una sociedad libre, de cooperación, tolerancia y respeto mutuo.
Las más recientes décadas han inducido a calificar como partidarios del “libertarismo” a Donald Trump, en Estados Unidos; Jair Bolsonaro, en Brasil y mucho más recientemente a Javier Milei, a razón de resultar electo presidente de Argentina. Ello por cuanto, como leemos, propician “el modelo libertario”, esto es, “la corriente política contemporánea que hunde sus raíces en la tradición del individualismo político del siglo XVII”. Para algunos en el estadounidense, el brasileño y el argentino se observan evidentes coincidencias. A quienes plantean la tendencia se les califica como “liberales radicales o extremistas”. Se escribe, asimismo, que defienden al individualismo, la libertad económica y la defensa del mercado, en rigor, “derechos naturales”. Los pueblos, sujetos al péndulo entre gobiernos mínimos, con exigua preocupación, por no decir, ninguna, por “la igualdad de oportunidades y la materialización de derechos humanos” versus el denominado “laissez faire”, cuyos mecanismos pasan por el “libre mercado y manufactura, los bajos o ningunos impuestos, la libertad laboral y una mínima intervención de los gobiernos”. Se teme al Estado, por considerársele invasivo, innecesario y prolijo, pues las sociedades natural y espontáneamente se desarrollan mucho mejor. A “la conducción estatal se le estima, en esencia, distorsionadora».
En aras de la objetividad no puede negarse un “macrocefalismo estatal” que ha generado una dañina “burocratización”, proveniente por las habilidades carismáticas de una persona, individualmente considerada, o en conjunción con pautas estatutarias establecidas, en algunas hipótesis por “el magnánimo” o por el conglomerado humano que aquel convoque. Se lee que “la burocracia” es un sistema administrativo de funcionamiento continuo y regular cuyas actividades se encuentran organizadas de modo sistemático en pos de la eficiencia y la productividad. Se trata de una “máquina de administración” que permite reducir las contingencias del mundo para así aumentar el control humano sobre este y, de ese modo, la productividad. Pero la realidad ha demostrado que la tarea de gobernar a los pueblos es abrumadoramente compleja, por lo que consecuencialmente se generan serias distorsiones, tanto en lo relativo a su diseño, como a su operatividad. Se escribe, en efecto, que genera “nepotismo y corrupción”.
En las recientes elecciones presidenciales en Argentina, Javier Milei, votado como Primer Magistrado, pareciera haber definido a “la burocratización”, incluyendo, a los partidos políticos y específicamente a aquellos que los dirigen, así como a sus dañinos efectos como “la casta”, vocablo ya usado en las confrontaciones políticas de España y calificado como “el peor de los insultos”. La gente lo utiliza, como se lee, “una acepción más psicológica y sentimental que gramatical”. Un vocablo que apenas se utilizaba y ha revivido con carácter peyorativo, afrentoso hacia los que son objeto de su dicción. Se escribe, también, que “la casta” se pronuncia chasqueando la lengua, “casi escupiendo la expresión”, en la tipificación a una clase política que se ha ganado a pulso el desprecio y hasta el vilipendio (los corruptos), la pérdida del respeto (los tolerantes con las malas prácticas), la desconsideración (los ineptos), la indignación (los prepotentes), y en todos los casos la pérdida de la estima pública. Porque, en general, los políticos han defraudado, y que disculpen las excepciones, que las hay, pero están tan tapadas por la mayoría que no se dejan ver. Aunque se singulariza para zaherir a los políticos, no existe una casta, que podría entenderse como «marcador de la identidad de las personas», sino castas, en plural. Pero en la política española nadie quiere pertenecer a “la casta”.
El escenario es hoy tan preocupante que pareciera no caerse en los extremos si se afirma que “la sustitución de una casta por otra” en el ejercicio de los propios poderes públicos, suena haberse generalizado, incluyendo hasta a los “procesos constituyentes”. Pero lo mas grave es que se les ubica tanto en el gobierno como en la oposición y cuya nutriente continua apareciendo como una distinción de clases, de hábitos y de buenas costumbres para muchos algo mas preocupante, esto es, “la ciudadanía”, o sea, “la condición de las personas que le permiten intervenir en la política, entendida como “la ciencia y el arte de gobernar”, hoy duramente distorsionada, con muy pocas excepciones. Se lee que “todo individuo contiene un ciudadano, lo que significa que por sí los individuos no somos automáticamente ciudadanos, pero podemos construirnos como tales”. Para quien estas notas escribe “No hay auténtica democracia sin ciudadanía”. Y de este mal se padece en parte considerable del mundo. Lo verdaderamente lamentable es que en países desarrollados y con democracias que han consolidado a lo largo de la historia, los usuales tropiezos conduzcan a desviaciones antidemocráticas amparadas en propuestas simbólicas, triquiñuelas y mecenazgos.
En los países latinoamericanos la diversidad en lo concerniente a las metodologías para gobernar no deja de ser grave. Las vicisitudes tanto en las dictaduras como en las democracias ha generado desviaciones en los gobiernos y en las propias gentes. En Venezuela, Hugo Chávez expresó el deseo de fritar en un caldero con aceite caliente a los dirigentes, militantes y simpatizantes de los partidos políticos, los cuales habían sido el sustento de un régimen de cuarenta años. No logró hacerlo, pero los dejó “chamuscados”. Tal vez, si hubiese conocido a Javier Milei familiarizado con la palabra “casta” la hubiera utilizado. No obstante, para su satisfacción y la de unos cuantos como expresa Gustavo Velásquez en su reciente libro La quiebra del modelo político (Auge y decadencia de los partidos, 1958-1998), el cual se había instaurado en Venezuela sustentado en el consenso y desarrollo político, económico y social decayó a finales de los años. El terreno estaba abonado para “la denominada revolución bolivariana”, cuyos ramalazos todavía no solo perduran. Pues, desde “el gobierno de los herederos del comandante”, como se escucha, no pareciera haber intención de desprenderse del poder. El arma que hoy mas se menciona es “un régimen de inhabilitaciones”. Según el Diccionario panhispánico del español jurídico, “la privación de un derecho de índole política, civil o profesional o la suspensión de su ejercicio. A la mayoría de los venezolanos se le escucha “la inhabilitación de María Corina Machado”, agregándose “la legítima opción a resultar electa en las elecciones presidenciales del 2024”. La instancia mas esperanzadora para una clara definición electoral ha trascendido lo nacional, convirtiéndose lamentablemente en una especie de operación de canje por parte de Estados Unidos de la liberación de medidas restrictivas por cantidades importantes de dinero represados por “el gigante del norte” a cambio de elecciones libres y sin inhabilitaciones a realizarse en el 2024, tema que analiza a profundidad Francisco Rodríguez en su interesante investigación «Can Venezuela Chart a Path Out of Crisis?», publicado en la revista Foreign Affairs. Y en esta misma fecha.
Para finalizar, no dejaría de ser útil preguntarse si la problemática atinente a “los libertarios y el libertarismo” es, también, propia de los países suramericanos, lo cual requeriría mucho mas analisis que dilucidar si el remedio a la problemática situación que confrontan pasaría por la sustitución de “las castas”, las cuales, de pronto, se encuentran tanto en el gobierno como en la oposición. Pero, adicionalmente, una escogencia adecuada de una manera idónea de desarrollo integral.
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@LuisBGuerra