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Los innombrables

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Esto ocurrió hace mucho, en tiempos antiguos de cierta bonanza y tranquilidad en algunos lugares del universomundo porque en otros ya estaban matándose en innumerables batallas cuerpo a cuerpo. Tiempos en los que todavía las gentes se solazaban en los rituales religiosos y los jerarcas mandaban bastante rigiendo hasta en los caseríos más pequeños, bueno, eso creían entonces los propios jerarcas. Tiempos en los que se andaba descalzo, se caminaba bastante y se iba lento.

Esto que aquí se cuenta dicen que aconteció lejos, por allá en la India, cerca de Delhi y del pueblo de Agra donde, tiempo después, construirían el Taj Mahal. Por allá pues, por el cimborrio, donde el diablo perdió el calzón dicen que pasó lo que aquí se cuenta.

Como un relámpago, a mí me vino el recuerdo de aquel suceso una noche en la que estábamos por comenzar el espectáculo… Luego de presentar al cantante, se me acercó un señor todo vestido de negro, con varias cadenas en el cuello y en sus muñecas; unas carlancas tan pesadas como el olor a azufre que apenas tapaba el perfume de moda que se había puesto encima… Una brisa fría entró por el alto ventanal… Había visto al tipo sentado entre un grupo de señoras como hechas de carmín y goma espuma, entre las sombras y las luces de colores… El sujeto se levantó de aquella comodidad para presentárseme y decirme que nadie como él se conocía la noche entera de aquella ciudad y que le sabía vida y milagro al artista de la tarima, así como a cualquier otro santo puto de este villorrio y sus alrededores, geografía nocturna que nadie dominaba como él, ultimadamente. Mucho gusto, me dicen Lucifer.

Ya el peruano viejo Solsol, luminoso como su apellido y más fuerte que un toro, me había prevenido del sujeto: ¡Atención, es un pobre diablo, pero no se descuide!… Lo había visto en algún momento cuando se paró para ir al baño que estaba en el patio del fondo. En el trayecto pude ver cómo escupía por un lado donde le faltaba un colmillo, se rascaba las bolondronas en público sin el menor recato, iba saludando a conocidos, desconocidos, allegados y alejados, y sin ningún reparo sermoneaba y adoctrinaba como si fuera un evangelista o un político -tan lenguaraces uno y otro- que había aprendido de memoria unas cuantas monsergas de librito.

Quiero volver al recuerdo del que partí por allá en la India… El que nace triste, ni que le pongan canciones y él era así. Un ser desalmado, desconsolado, dolorido y quejica, muy triste y maluco. Bien maluco. Desangelado, desde pequeño se le vio un mohín cabizbajo y rezongón, trompudo siempre, como si en vez de boca tuviera hocico. No se bañaba, no le gustaba y siempre andaba hediondo, con las ropas mefíticas, los cabellos empegostados y apestando a azufre. Del padre nunca se supo; parece que se marchó hastiado de una quisquillosa mujer. Su madre cargaba aquella casa como un infierno y lo trataba a vergajazo limpio. Tenía esa diabla una correa medio hecha de suela con siete ramitas en el extremo opuesto al mango, una para cada hijo parecía decir cuando estaba enfrente de ellos dispuesta a echarles cuero por capricho, palo con o sin razón, o pela por alguna rubiera, cometida o no alguna falta.

El muy bestia gozaba poniéndole triquitraques en la cola a los perros de la cuadra y a los gatos que salían espantados y adoloridos después de cada detonación. Se deleitaba metiéndose con los más pequeños y humillarlos hasta hacerles llorar. Creía que haciendo el mal a los demás podía procurarse algún tipo de alegría. En el fondo le satisfacía ver cómo los demás sufrían por causa suya. Vivía rodeado de moscas y moscones negros. Por las noches le seguían enormes mariposas marrones y sin gracia, así como murciélagos en cantidades pavorosas. Así fue creciendo. En la inmundicia, entre la mediocridad y los excesos, entre voluptuosidades de extravagancias. Se creía muy vivo. Como la muerte, se creía muy vivo el pobre diablo.

El demonio, tan tirano siempre, era cojo y tenía rabo de paja. Era cachicorneto. Daba risa, como la cabra mocha de Josefita Camacho. Se dejaba crecer las uñas de las manotas y de las patas de cabra. Las tenía oscuras y mugrosas, como los ojos, como los cabellos, como los codos, como las uñas de las bestias, como sus agallas. Disponedor y hablachento, todos le creían sólido y seco y al rato se hacía dulce y piadoso, pero en un segundo se volvía húmedo y blando como papelón derretido. Era cerril, pero podía pasar por el mejor de los diplomáticos. Era un camaleón que podía empalagar, podía hasta amargar de tanta dulzura aparente. De eso daba cuenta su mujer. Una incauta, ingrata e imprudente vieja, flaca, fea, cagalitrosa y groserísima que siempre bromeaba y se quejaba de amanecer diariamente como si el diablo la hubiera cogido.

Comentan que era un peligroso bicho cobarde, exacerbado mirón a quien le gustaba azuzar y no mirar para atrás, sembrar cizaña sin medir consecuencias, jugar con fósforos y confundir a los demás con juegos de envite y azar, con trucos de vasitos y monedas, con artimañas de engaño y traición, con bastos discursos… Hasta el día en que -por torpe y neurasténico, por una bobería con algún mortal- chocó con un enorme espejo de cuerpo entero que se estrelló y fueron a clavársele todas las puntas afiladas por todas partes y fue entonces cuando tropezó también con todas sus equivocaciones, sus anacronismos, su medianía y su ramplona mediocridad de soez.

Cuentan los libros de historia que hacia el siglo XVI y en adelante hubo el más poderoso y amplio esplendor del reino bengalí que jamás ha existido y hasta llegó a ser considerado el paraíso de las naciones. Por esos tiempos habían inaugurado una carretera en la capital y habían logrado otros adelantos más. Dicen que, por esos tiempos también, en días de celebraciones, el diablo fue hasta la ciudad de Bengala con toda su corte de hijos de furcia. Les fascinaban las luces y los demás fuegos artificiales relumbrando en las noches negras.

Dicen que fueron unos muchachos quienes lo encontraron en una plaza, dormido y borracho junto a su corte de compinches menesterosos y pobres de espíritu, pobres de solemnidad, pobres acreditados y todos borrachos también. Dizque estaban cerca del mercado y sobre una acera alta, dizque le rodearon de peroles llenos de benzina y alcohol de quemar y dizque le amarraron un cohete en el rabo a cada uno. Nunca se supo la verdad a ciencia cierta. Lo que sí es un hecho registrado en las crónicas de la época es que se cayó y se partió la crisma y que una luz de bengala se le pegó en la cola al ángel caído y se prendió completo en el acto aunque trató de ahogar el fuego sentándose sobre una olla que servía de paila de comer a unos cochinos. Quedó todo esquilado y negro, flaco, calavérico, porque se le quemó hasta la grasa de la panza y del final de la espalda. Quedó como un fósforo apagado. Aquello fue una reacción en cadena porque junto a él, también se quemó cada uno de los de toda su corte hasta quedar convertidos en chicharrones oscurecidos, humeantes y malolientes, pegados todos al fondo de numerosas pailas… Aquello aconteció en medio de un frío súbito que cercó a todo aquel lugar poco antes de que un alud se los llevara juntos hasta un hondo precipicio que les devolvió a su lugar originario… No se había vuelto a saber más nunca de él ni de su turba perversa hasta hoy cuando me acordé de este relato y quise transcribirlo.

www.arteascopio.com

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