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Los mortales

Un estudio reciente determina el encubierto culto al hedonismo y al masoquismo que se genera en los militares retirados una vez que pasan a esa situación. Las conclusiones estructuradas desde el ministerio y elaboradas a partir de encuestas en algunas panaderías antes de la hora del almuerzo y de entrevistas con las viudas especialmente durante los oficios fúnebres y los honores póstumos de los colegas de los esposos en el retiro definitivo, han arrojado algunos resultados escalofriantes dignos de una novela de Edgar Allan Poe o de una de los capítulos kafkianos donde se aluda a la ansiedad, el existencialismo, la culpa, la filosofía del absurdo, la burocracia, las transformaciones espirituales, el éter de la nada .

Los números arrojados son desoladores en el ánimo institucional y están generando unas apresuradas e insólitas reacciones dentro y fuera de los cuarteles. Especialmente la inquietud ha cobrado singular vida en quienes aún portan el uniforme. Los profesionales que permanecen en la situación de actividad a sabiendas de que tienen ese destino inevitable del retiro han empezado a presionar a los altos mandos en Fuerte Tiuna para organizar jornadas de dinámicas de grupos con comisiones multidisciplinarias donde además de militares participan psicólogos, psiquiatras, esposas, curas, panaderos, barman y mesoneros para profundizar en este morbo y sus desenlaces que está preocupando sobremanera en el desarrollo final de eso que se llama la profesión militar en una de sus etapas más importantes, la jubilación con su consecuente pensión de desventura. Uno de los descubrimientos más turbadores es que por encima del 95% de los apantuflados es detentador de un mueble de madera donde reposan a manera de sarcófago y altar mortuorio todas las condecoraciones, las barras de honor al mérito y las presillas con el último grado ostentado en la actividad. Todas las placas de reconocimiento y los periquitos relacionados con el ejercicio de la profesión ocupan un lugar especial en la pared de la vida de los pensionados en su casa de habitación, y abajo haciendo de arcón sagrado, el equivalente al arca de la alianza de su propia religión cuartelera, están las dos tablas de piedra de sus propios diez mandamientos durante su vida de militar en servicio activo. Arriba de ese cofre de madera de acacia y revestido de pirita pulida, el sable envainado con su dragona envía un mensaje con destinatario definido. El salón doméstico que aloja a esta suerte de tabernáculo es un santuario muy privado, generalmente respaldado en varitas de incienso y cantos gregorianos, en el que diariamente se hacen rutinas oratorias castrenses y de meditación cuartelera, mientras se hojea el álbum de fotografías de los cargos ocupados, para sustraerse de la realidad de la pensión miserable y hacer un viaje astral a través de lo que pudo haber sido y no fue mientras jefeaban en el patio de ejercicios. Los más aventurados lo hacen de uniforme número 1 que conservan escrupulosamente con todos los ornamentos y atavíos sin haber hecho la devolución pertinente y oportuna al servicio de intendencia. Algunas voces de mando ruidosas se filtran en muchas ocasiones, a través de las puertas para escarnio de la esposa y de los hijos que se angustian e inquietan con los vecinos, en cada una de estas sesiones a puerta cerrada. Esa desventura empieza a declinar con el paso de los años por el párkinson, el alzhéimer, la hipertensión, la demencia senil, la artrosis y otras enfermedades propias de la edad y de la silla de ruedas; y finaliza cuando realmente se obligan –inevitable– por reglamento a ser uniformados de gala en el momento del salto del tordito. Allí estará otra vez, en esta ocasión sobre el ataúd que se sacó en fiado a plazos, acompañado del quepis, el sable que se mantiene todavía envainado con su inseparable dragona y el mensaje que nunca se descifró o no se quiso realmente interpretar. Los arrestos y los bríos del colega retirado nunca salieron de su santuario doméstico como el sable de su vaina desde el momento en que recibió la orden Rafael Urdaneta en una edad promedio de 50 años por conducta durante los 30 años de servicio.

Los inmortales

Hace poco el escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa (85 años) fue honrado con su ingreso a la Academia de la Lengua Francesa. Siempre es grato seguir de cerca esas ceremonias atávicas cargadas de protocolos, de ritos y de formas que les dan esplendor a las sesiones que en el tiempo hacen las bases a las instituciones. El programa desarrollado, las casacas desgajadas de laureles de sus miembros ostentadas a la manera imperial, en el célebre traje verde de los académicos, con bicornio, con la capa y con la espada; y en la formalidad de las instalaciones, la espada envainada en algunos momentos, y en otros desnuda y libre con el mensaje de la Academia Francesa en su misión de proteger la lengua de Víctor Hugo, de André Malraux, de Anatole France, de Alexis de Tocqueville, de Honoré de Balzac, de Marcel Proust, de Albert Camus y de Jean-Baptiste Poquelin (Moliere) invistió al autor de La fiesta del chivo, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y La ciudad y los perros, entre otras publicaciones de sus nutrida obra, como uno de los inmortales. Así es como se conoce a los académicos galos por el lema «À l’immortalité» registrado en el sello que le entregó a la academia su fundador, el célebre estadista y noble el cardenal Richelieu, y que preside toda su trayectoria de casi cinco siglos. La academia tiene como tarea principal velar por la lengua francesa, tanto como históricamente desde que son una institución del Estado –en su noción moderna– los militares tienen dos funciones prioritarias establecidas como obligaciones fundamentales en la Constitución Nacional: la soberanía y la territorialidad. Velar en esa academia y en todas las encargadas de garantizar la pureza de cualquier idioma; y establecer un dominio común en los franceses y en quienes practican rutinariamente el idioma, es el equivalente en los cuarteles, en las unidades militares y en todas las reparticiones distribuidas en el territorio nacional –sea cual sea– de avalar la integridad del territorio y el ejercicio completo del imperio de la soberanía. En los académicos galos su pase a la posteridad está respaldado por la obra escrita y por la férrea tarea de esculpir con todo el cuidado y toda la diligencia posibles, reglas seguras al francés para hacerlo depurado, facundo y amplio en su relación con las artes y las ciencias que es el camino expedito al desarrollo. Está invitado a tratar de franquear de manera irreverente y a chaflán su comunicación en francés para que observe cómo se defiende un idioma con las armas de la gramática, de la ortografía y de la pronunciación; con tanta intensidad como corresponderían los militares a la tierra donde se asientan, con las armas de la república.

Mortales con fecha de vencimiento

El símbolo es un modo de vida del militar como lo es el estilo para el escritor; eso es lo que garantiza la organización, la disciplina y todos los preceptos que en el tiempo se ensamblan como los valores y los principios. Esos son los sellos que proyectan en el tiempo la vida militar… o la muerte. El saludo es un símbolo, tanto como el trato entre los colegas, las normas, la jerarquía, el uniforme, el fusil, el cañón, las condecoraciones, los ascensos, los desfiles y las marchas, los códigos de funcionamiento corporativo y el sable que se desenvaina cada cierto tiempo para defender la tierra que es como el lenguaje. Eso ha sido así, milenario y añejo; casi desde la aparición del hombre sobre la tierra. Esos símbolos son los que diferencian a una institución armada de una horda tumultuaria y delincuencial, y los que la hacen inmortal. Y a sus integrantes cuando son capaces descifrar el mensaje de sus símbolo e integrarse con sus postulados institucionales.

Cuando sale la caravana fúnebre de un militar, activo o retirado, directa para el panteón de su descanso definitivo, se va sin el cajoncito que hizo de retablo profesional y fuera de su templo personal, donde duermen también desde hace mucho tiempo todos los abalorios que le justificarán el pase a la inmortalidad o no, por haber cumplido con su deber de resguardar la tierra que le vio nacer como la del escritor en la palabra que esculpe y trasciende su propia novela de la vida. Allí como siempre, presidiendo el cortejo estará el sable que alguna vez envainó con el vozarrón unánime de ¡Sí, lo prometo! decepcionado porque su mensaje nunca se leyó.

Mientras eso llega, colega activo o retirado, enciérrese en el cuartico solemne de la casa, en su propio cuartelito, prenda los palitos de incienso, abra el solemne arcón personal y desenvaine el sable más en íntimo, ponga bajito para no perturbar a los vecinos el coro de los monjes del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos, sin gritar ninguna voz de mando y haga su rutina de recrearse en la alineación y la cobertura perfecta de todos sus juguetes y adornos del uniforme, hasta que la mortalidad le active la fecha de vencimiento.

Eso sí, antes trate de descifrar el mensaje del sable. ¡A discre…ción!

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