OPINIÓN

Los informantes de la traición

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

El gobierno roba tus datos mientras respiras y duermes. El país vive bajo el síndrome de la Stasi de la Alemania socialista oriental. Para confirmarlo, recientemente vimos Gundermann, uno de los mejores filmes del festival de cine teutón disponible en la página web de Trasnocho Cultural, de manera gratuita.

La iniciativa aporta un menú de opciones diversas, a través de una plataforma accesible y fácil de operar. Solo basta con inscribirse para disfrutar de los contenidos curados por la organización del evento.

La programación tuvo el acierto de incluir el filme del director Andreas Dresen sobre un músico de rock indie, una suerte de Bob Dylan de la Europa del Este, cuyas contradicciones lo llevaron a colaborar con el régimen comunista como informante del temible Ministerio para la Seguridad del Estado.

De tal modo, la película se inscribe en la urgente actualidad del país y de un mundo violentado por la minería de datos, la vigilancia, la extensión global de un sistema panóptico de tintes orwellianos.

La normalización del sapeo y el control social no es nueva en el viejo continente. Menos en la patria de los puntos rojos, la lista Tascón, el gran hermano bolivariano.

Lo aterrador es la escalada del problema en los meses del confinamiento.

El mundo aceptó la invasión a la privacidad como una medida de supervivencia de la cuarentena, para clasificar a los pacientes y los casos asintomáticos.

Tiranos del pasado hubiesen pagado una fortuna por conseguir implantar las ideas de la literatura distópica y de anticipación en el seno de las sociedades conectadas, las 24 horas del día.

Los dictadores de hoy, como Maduro, decretan el arresto de civiles, por la sola sospecha de ser portadores del virus chino. Después los recluyen en campamentos de aislamiento, sin respeto por sus derechos humanos.

Antes el cine expuso la realidad de la opresión marxista y nazi en películas como Mefisto y La vida de los otros, concentradas en dos etapas distintas del desgarro del alma germana, pasando de los tormentos de venderle el alma al diablo de Hitler, a los complejos burocráticos de servir a un aparato de inteligencia.

Del colaboracionismo pragmático a las escuchas de cooperantes del partido, ambos largometrajes elaboraron el impacto negativo de las ideologías del mal en el siglo XX.

Del mismo modo, Gundermann describe y revela la traición de un artista popular, quien ingenuamente se dejó atrapar por las redes del poder izquierdista.

El guion presenta la historia del personaje, entre los setenta y los noventa. Con algunos cambios de vestuario y look, la cinta narra el desarrollo paralelo de las acciones.

Al principio domina un sentimiento de confusión en el espectador, producto de la inconsistencia de la puesta en escena. El presente del protagonista apenas sufre cambios superficiales, penalizando la verosimilitud del trabajo audiovisual.

Por igual, le damos el beneficio de la duda, pues el aparente error de imagen sugiere el estancamiento moral del contexto donde evoluciona el líder del reparto.

Puede tratarse, al final del día, de un efecto provocado de extrañamiento y déjà vu, como lo presentimos en los capítulos de la serie Dark.

Aparte, para mayores coincidencias, unas intimidantes chimeneas de una fábrica se perfilan en el paisaje gris de la escenografía. De a poco, la pieza va ganando nuestra confianza a fuerza de desplegar hallazgos artísticos de todo tipo.

Es un guiño satírico la inclusión de una orden de panquecas en un desayuno, significando las dos caras del hipócrita y engañoso cantautor.

Las composiciones líricas ofrecen la oportunidad de descubrir el lado humano de un ídolo caído en desgracia. Su pecado fue usar la pantalla de la cultura, para traficar con la información ajena, poniendo en riesgo la existencia de amigos y familiares.

Las víctimas lo perseguirán hasta su muerte, como fantasmas y espíritus en busca de redención y justicia.

¿Cuántos Gundermann nos rodean en 2020? Le discuto a la obra su excesiva condescendencia en la resolución del conflicto. Hay la obligación de concluir cerrando las heridas, pidiendo un no perdón, tocando delante de un público con humores encontrados.

Se entiende la necesidad de lavar culpas y voltear la página. No obstante, prefiero la alternativa de sacudir a la audiencia con un verdadero escarmiento.

No quisiera ver, en el futuro, a uno de nuestros verdugos y poetas de la censura, recitando sus versos con impunidad ante un público dócil.