La posición del apóstol Tomás no es la más razonable para el entendimiento de los fenómenos políticos. El “ver para creer” del hombre que pide evidencias de la realidad para que no lo hagan pasar por incauto, aún ante la palabra de sus amigos más cercanos y confiables, parece una muestra de sensatez que debemos imitar para no quedar como tontos. Sin embargo, puede ser una solicitud vana cuando se averigua sobre asuntos que parecen concretos y cercanos, manejables en términos generales, pero capaces de llevar unos ritmos y unas representaciones que no se pueden captar de acuerdo con la voluntad o con la necesidad de quien se les acerca.
La política, asunto de mortales sujeto a las necesidades de la realidad, parece ser uno de esos asuntos cuyas evoluciones se pueden apreciar a primera vista, o a segunda, porque la llevan a cabo gentes como nosotros en un tiempo que nos es familiar porque nacimos y crecimos en su regazo. Si individuos conocidos y próximos se ocupan del trajín de los asuntos públicos, podemos juzgarlos y apresurarlos porque en el fondo actúan movidos por los mismos motivos y por requerimientos idénticos. Así sentimos. Por eso estamos constantemente reclamando lo que hicieron o lo que dejaron de hacer, o en el plan de sabios consejeros.
Error indiscutible. No son como nosotros, no entran en la casilla de la gente común. El mundo que los ocupa es distinto, si hacemos una analogía con las tablas habituales en las que nos desenvolvemos. ¿Por qué? Muy sencillo: el teatro en cuyo centro viven es diverso, en relación con el de los ciudadanos comunes cuyo interés se confina, generalmente, en el espacio de su parentela, de su manutención, de sus negocios, de sus oficios y de sus creencias esenciales. El de los políticos es semejante al principio, nacen en sus entrañas, pero de allí saltan a otro más colectivo, esencialmente colectivo y, por consiguiente, más elevado y comprometido en el cual tienen que hacer cálculos de otra naturaleza para manejarlo y para salir con bien en el desafío.
El simple hecho de no responder a las necesidades habituales, a los llamados que el entorno hace a los hombres comunes, concede a los políticos una peculiaridad debido a la cual no se pueden ajustar a las exigencias de quien los observa desde su rutina. Ni a lo que ese sujeto individual y generalmente oscuro les pide. ¿Por qué? Debido a que ese sujeto no sabe ni la mitad de la misa porque la misa no es su asunto, sino solo como observador o como feligrés. Son otros los oficiantes, mayores o menores, iniciados en los enigmas de una liturgia y de un desfile de conductas inhabituales para las mayorías; forman, para bien o para mal, la clase política que se maneja según su inevitable singularidad y de acuerdo con destrezas específicas.
Entre tales peculiaridades y habilidades está la de trabajar en silencio y en privado. Hacen en el hermetismo lo que sus necesidades, sus intereses e instintos aconsejan, para ser protagonistas de unas decisiones que nos incumben, pero que no sabemos ni podemos manejar porque elegimos el destino de la gente sencilla, o simplemente porque no somos peces del mismo río caudaloso, enigmático y riesgoso. El mundo de los políticos se caracteriza por unos retos ásperos que solo ellos se atreven a enfrentar, mientras los demás nos cuidamos el pellejo, conviene recordar en este batiburrillo nacional de tuiteros apresurados, opinantes improvisados, analfabetas atrevidos e intrigantes a sueldo. Pero también de políticos que no lo parecen porque actúan como la gente común, es decir, como si no supieran que son prisioneros de un calendario sin las prisas del empleado que debe llegar a la oficina en un par de horas; y de un entorno que los obliga a mirar con prevención desde una atalaya cuya escalera está vedada para las mayorías, y de la cual se pueden precipitar sin malla de protección por parecerse demasiado a quienes los miramos desde distancias obligatorias y lógicas.
Igualmente se pueden precipitar espectadores, fisgones, sabidillos, árbitros de tribuna y combatientes del teclado por adentrarse en territorios para cuya penetración hace falta pericia, además de vocación y valentía. Pero en ese caso el golpe no será mortal, por supuesto y por desdicha, como lo puede ser para quienes ven por nuestros intereses en el rol de políticos profesionales.