“No era el hombre más honesto, ni el más piadoso, pero era un hombre valiente” (El capitán Alatriste. Arturo Pérez-Reverte).
Cuando leí este primer libro de la saga del Capitán Alatriste, publicado en 1997, allá en el lejano siglo XX, estas palabras de Arturo Pérez-Reverte tenían todo el sentido del mundo.
La descripción de un soldado de los tercios, curtido en mil batallas, que introducía el personaje, no podía ser más somera, ni más certera. Era la época, tanto social como personal, a mis veintisiete años, en la que se primaban en el hombre virtudes como la gallardía, el valor y la caballerosidad. Todos estos términos quedaban englobados en otro. Un término que para los hombres como yo, nacidos en el siglo XX como ya he dicho, aún a riesgo de resultar reiterativo, tenía todo el sentido; este no era otro que la hombría.
Qué término más sencillo, pero a su vez, qué explícito. Según el diccionario, la hombría se define como “conjunto de características y cualidades morales que se consideran propias de un hombre”, con una apostilla que dice “el valor y la honradez son consideradas propias de la hombría”.
Con lo que he escrito hasta el momento, supongo que ya he contravenido varios artículos de alguna ley, supongo que la de igualdad, la del solo sí es sí o la Ley Trans. Me da igual. Como diría un hombre del siglo XX, me toca los huevos.
Digo del siglo XX porque ahora algunos hombres biológicos carecen de tales atributos, en el sentido literal y el figurado. Los primeros, porque más de uno que se siente una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, se los amputa. Y los segundos, porque aún manteniendo la posesión física de tales órganos, o vesículas, que no se cual será el término médico, no los ponen encima de la mesa cuando es necesario.
Miren ustedes. En mis tiempos, que indudablemente ya pasaron, el hombre tenía que hacer gala de sus virtudes y, si bien la más importante podía ser la honradez, la más valorada entre el público masculino y el femenino era el valor, la valentía.
Esto, en este siglo XXI, cambalache, problemático y febril, ha perdido todo su significado. Baste ver, por ejemplo, los casting de cualquier programa de televisión, no necesariamente amarillo, que eso ya es otro cantar.
Yo, por ejemplo, soy muy seguidor de Masterchef, programa del que estamos disfrutando en estos días de su edición undécima, si no he perdido la cuenta. Entre los participantes contamos con dos gays, dos maricas de toda la vida, vamos, por si hay alguien que no habla inglés; además, tenemos una lesbiana, personaje ya imprescindible en las últimas ediciones, amén, nunca mejor dicho, de un cura y un personaje “no binario”, que no se sabe si es hombre o mujer o hermafrodita. El problema no es que no lo sepamos nosotros; el problema es que tampoco lo sabe él.
Me refiero a él en término masculino, porque hasta la incursión, valga la redundancia, del lenguaje inclusivo, siempre nos hemos referido al colectivo en masculino. Y no pasaba nada. Los votantes, los asistentes al evento, el público en general, etc…
Ahora, hay que recalcar que hay votantes y votantas y botarates que no saben lo que son, asistentes y asistentas, espectadores y, como no, espectadoras, sin que importe o no que los términos en cuestión no existan en nuestro idioma. Si no existen, pues nos los inventamos, con tal de satisfacer este sin Dios en el que se ha convertido la mal entendida inclusión.
Que conste que con lo dicho anteriormente no voy contra Masterchef, que me parece un programa magnífico. Esto es simplemente significativo de por dónde va nuestra sociedad. Cojan ustedes un grupo, al azar, de treinta personas y luego me cuentan. Mucho mejor que ir al zoo, ya se lo digo yo.
Miren, yo añoro los tiempos en los que un hombre le abría la puerta a una mujer, le cedía su asiento en el transporte, le llevaba las bolsas. Es más, aún a riesgo de ser denunciado por tamaña atrocidad, yo echo de menos los tiempos del piropo; del piropo correcto y bien articulado, que también había mucho torpe. Ahora, el piropo está proscrito hasta el punto de poder ser considerado agresión, y tipificado en el código penal. No es broma, desgraciadamente.
Pero ¿saben qué? Yo no he llegado a donde estoy siguiendo las normas a rajatabla; y les puedo asegurar que me encuentro muy cómodo en el lugar que ocupo, así que yo, que soy un hombre valiente, de los del siglo XX, sigo abriendo la puerta a las mujeres, sigo llevando las bolsas y, si bien procurando ser certero en el asunto, sigo siendo un fiel practicante del piropo.
Sobre todo, porque va en mis genes, pero también porque no soporto que nadie venga a decirme cómo me tengo que comportar, que para eso ya me educaron mis padres, y se bastaron solitos.
Así que si a algún tipo, de esos que andan por estos mundos de dios le parece mal, que me lo diga a la cara, que, como dice Loquillo, para qué discutir si puedes pelear.
Supongo que este artículo puede resultar ofensivo para aquella generación de Operación triunfo que no quería cantar una canción de Mecano, maravillosa por cierto “Quédate en Madrid”, porque en su letra se decía maricones, pero por si no ha quedado suficientemente claro, lo que puedan opinar me lo paso por las vejigas que se amputan algunos.
Por los huevos, vamos.
@elvillano1970