Dijimos en un escrito anterior que todos los venezolanos, unos más, otros menos, teníamos algo que ver con lo que está ocurriendo en Venezuela, pero esa aseveración en nada niega ni disminuye la responsabilidad total, directa e incompartible de quienes desde el poder demolieron las instituciones democráticas nacionales para imponer un modelo político nocivo, anacrónico y rechazado por la inmensa mayoría. Nos referimos a la camarilla militar encabezada por Chávez y a su aliada, la izquierda borbónica, denominada así por Teodoro Petkoff, porque según él esta minúscula fracción política ni olvida ni aprende. La destrucción del país, con su trágica secuela de muerte, miseria, exilio y sufrimiento tiene ante Dios, la historia, la nación y quizás algún día también ante la justicia humana, a esos explícitos e irrecusables culpables.
Los militares chavistas se alzaron contra Carlos Andrés Pérez cuando este intentaba realizar un cambio estructural importante y necesario en el sistema económico y político vigente que andaba en malas condiciones. Fracasaron en su empeño, cambiaron de careta y llegaron al poder seis años más tarde por el voto popular, para desde allí emprender lo que siempre habían querido hacer: establecer un régimen autocrático de mandato único, militarista y totalitario. La izquierda borbónica se unió a ellos como única forma de llegar al poder. Allí se han perpetuado los dos bandos, violando la Constitución y las leyes, sostenidos por las armas de la República y disfrutando de jugosas prebendas. Ambos clanes tienen rasgos comunes: son corruptos, gregarios, autoritarios, soberbios, ineptos e incondicionales al líder, a quien rinden un trato propio de monarca absoluto (culto a la personalidad). Quieren para Venezuela el modelo económico, político y social del socialismo real, demostradamente erróneo e históricamente fracasado.
A ese modelo, que ya en Venezuela ha cumplido su función destructora, se opone la inmensa mayoría del país. Pero en este momento lo está haciendo muy mal porque el frente opositor democrático nacional se fracturó. Una parte minoritaria de la dirigencia opositora se ha separado del resto y está operando como cuña contra ella y todos sabemos que no hay peor cuña que la del mismo palo. Esa división ha dado una gran ventaja al régimen. Le ha permitido, en unión con los divisionistas, injuriar, desprestigiar y silenciar a los principales dirigentes de la oposición. Alrededor de ellos se ha levantado un muro de silencio y exclusión diseñado por el régimen y apuntalado por los disidentes.
La oposición nacional se presenta hoy, ante el país y el mundo, en medio de una absurda paradoja. Durante 14 años (de 1999 a 2012, ambos completos) mantuvo una actuación ejemplar, unida y consecuente cuando se enfrentaba a Chávez con todo su poder (carisma, dinero en abundancia y apoyo popular mayoritario), y hoy, que el régimen está en su peor momento, sin recursos, sin legitimidad, aislado, debilitado, sancionado y con un 80% de rechazo, se presenta dividida y sin fuerza, con un sector plegado al régimen y con sus principales dirigentes silenciados, perseguidos, exiliados e inhabilitados.
La supuesta razón para el disentimiento ha sido el tema de la abstención electoral. Los secesionistas acusan a los partidos del llamado G4 de ser los responsables de la abstención que permitió al régimen monopolizar todos los poderes y cargos públicos. Según ellos, con una participación masiva, el régimen hubiera sido derrotado en todos los frentes. Ese razonamiento es válido, pero no realista. No toma en cuenta el sentir mayoritario de la gente que no quiso votar bajo las condiciones impuestas por considerarlas oprobiosas.
Ese sentimiento abstencionista es espontáneo, no ha sido inducido por nadie. Ha sido también muy evidente, por lo que no se entiende cómo los divisionistas, que aspiraban a una gran figuración, no lo hubiesen visto antes de participar en unas elecciones amañadas en las que obtuvieron una pírrica ganancia que en nada compensa la infamante carga de la traición.