Cuando Joe Biden se estrenó como presidente de Estados Unidos, en enero de 2021, muy poco se conocía acerca de la estrategia que seguiría en su relacionamiento con el régimen venezolano. Todo era especulación. A decir verdad, fue muy notoria en las primeras semanas la inexistencia de una mínima hoja de ruta y hasta circulaba el comentario de que algunos de sus principales asesores habrían sugerido, en un primer momento, no continuar con la política de apoyo al interinato de Juan Guaidó. Para este grupo de nuevos funcionarios la estrategia fallida del impulsivo Donald Trump bien merecía ser revisada.
Pero, la realidad venezolana, tan implacable ella, y las presiones políticas provenientes de diversos entornos, llamaron a la mayor reflexión posible. La nueva administración ratificó entonces su apoyo a la presidencia interina de Venezuela, reiterando la concepción de un gobierno de facto violador de derechos humanos y de las libertades más fundamentales, y manejó como pudo su discurso para tratar de calmar las angustias y preocupaciones de numerosos sectores que temían la eventual flexibilización o eliminación de las sanciones individuales e institucionales impuestas al estamento chavista-madurista.
Además, en el marco de su política de reacercamiento con su estratégico aliado europeo, una relación clave que había sido dinamitada por la desvariada tesis del aislacionismo trumpista, Joe Biden comenzó a coquetear con el enfoque de aquel llamado Grupo de Contacto Internacional del que ya más nadie se acuerda, que contemplaba una solución política y negociada de la crisis venezolana. Eso sí, muy claros fueron entonces los altos voceros de la administración, entre ellos el propio secretario de Estado, Antony Blinken, en el sentido de que ningún diálogo directo con el gobierno de facto tendría lugar. Según, si con alguien tenía que entenderse Nicolás, ese era el propio pueblo venezolano.
Demás está decir que atrás quedaba el amenazante enfoque de los tiempos de Donald Trump y su refunfuñón asesor, John Bolton, de “todas las opciones, incluyendo la militar, están sobre la mesa”, y las posteriores y vacilantes aproximaciones del entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, que apostaban a un cambio político a fuerza de sanciones.
El resto de la historia es bien sabida, y justo ahora nos encontramos en una coyuntura que muestra las inconsistencias y falta de brújula de una política estadounidense hacia Venezuela que no está clara respecto al camino a seguir. Vamos a llamarla con toda la seriedad del caso: “la política de los flechazos”. Y es que este rasgo se ha visto más acrecentado desde el pasado 5 de marzo, a raíz de la visita que le dispensara a Nicolás Maduro una delegación de altos funcionarios de la Casa Blanca, liderada por el asesor especial para asuntos del hemisferio occidental, Juan González.
Lo cierto es que a partir de ese momento se volvió noticia muy difundida, con algunas comprobaciones, que las dos partes han estado hablando de muchos asuntos: liberación de los ciudadanos estadounidenses aún detenidos en las mazmorras de El Helicoide; la flexibilización de sanciones económicas, entendidas como la vía para reactivar el negocio petrolero en Venezuela, y, muy aparejado a ello, la reanudación de las conversaciones entre la plataforma unitaria y enviados del régimen bajo el formato de México; así como otras cosillas más que siguen sin trascender.
Importante es señalar que los hechos están mostrando una especie de punto de no retorno en el que ya los asesores de Biden se han olvidado de aquellos principios y valores democráticos que, según, repiten y repiten, guían su accionar internacional. Los intereses particulares de Estados Unidos, conforme a coyunturas y razones prácticas, son los que a la postre siempre se imponen, y en el caso de Venezuela esta regla se mantiene.
Como muestra un botón
Nuevamente, una delegación de Estados Unidos estuvo por Caracas la semana pasada, atribuyéndole algunos medios razones humanitarias vinculadas al caso del exmarine de ese país, Matthew Heath, preso en Venezuela por acusaciones de “terrorismo”, quien habría intentado suicidarse, de acuerdo con versiones de su familia, por el poco interés que su gobierno había mostrado respecto a su situación.
Roger Carsten, el principal negociador de rehenes del presidente Joe Biden, encabezaba la delegación. Tal vez hizo bien su trabajo y pronto se conozcan noticias del paradero definitivo del exmarine. Después de todo, su gestión, la primera vez que vino por allá el pasado 5 de marzo, trajo consigo la liberación de dos de sus compatriotas detenidos.
Debemos insistir, la presencia en Venezuela de altos funcionarios de la Casa Blanca y del Departamento de Estado revela parte de ese cúmulo de inconsistencias de la política exterior de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, y, en particular, frente a su contraparte dictatorial venezolana. El gobierno de Estados Unidos sigue reconociendo a Juan Guaidó, pero no lo invita a la IX Cumbre de las Américas celebrada a principios del mes de junio, en Los Ángeles; luego nos enteramos, tal vez como parte de un acto de enmienda, que su esposa, Fabiana Rosales, se juntó con la primera dama, Jill Biden, para conversar y salvar al mundo de tanto atropello.
Por otra parte, la administración Biden desconoce al gobierno de facto de Nicolás, pero al mismo tiempo -aprovechando las correteaderas de sus altos funcionarios por Caracas- trata de convenir con este último, los términos más adecuados y menos escandalosos sobre el progresivo desmontaje de un conjunto de sanciones, disque y que condicionando estas medidas a una muestra de buena voluntad de parte del régimen para retomar las conversaciones de México y bajo la premisa de que avances tangibles tengan lugar en el más corto plazo posible, que, entre otros aspectos, abran paso a una solución política y electoral de la crisis venezolana.
¿Y es que acaso ya la administración Biden no había hecho ciertas concesiones a cambio de nada? Bochornoso resultan por lo demás medidas como el levantamiento de las sanciones al sobrino de la primera combatiente, Carlos Erik Malpica, sindicado de alto corrupto y de ser uno de los testaferros principales de la pareja presidencial y otros personeros de la cúpula gubernamental.
Y qué se puede decir de la decisión de las autoridades de Estados Unidos de permitir a la compañía Repsol de España y a la italiana Eni la comercialización del petróleo venezolano con destino a Europa, según se ha conocido, para principios del mes de julio; una jugada que solo responde a los intereses marginales de Washington para compensar las consecuencias del veto a las fuentes de suministro rusas, a raíz de la crisis ucraniana.
Nicolás Maduro no muestra apuro, y en tono de burla se llenó la boca diciendo la semana pasada que la delegación de Estados Unidos que recibió su mano derecha, Jorge Rodríguez, tenía como objetivo “…retomar las conversaciones que habían comenzado el 5 de marzo y dar continuidad a la agenda bilateral”. Y uno se pregunta: ¿Qué agenda bilateral?
Todo este movimiento, estos aleteos y flechazos de la administración Biden, solo están contribuyendo a sumar triunfos simbólicos para Nicolás Maduro. Lamentablemente, corren tiempos en los que el régimen está exento de amenazas que lo obliguen a tomar pasos que comprometan su cómodo posicionamiento frente a los débiles factores de la oposición interna y sus aliados internacionales, entre ellos por supuesto Estados Unidos, que, lejos de encontrar fórmulas constructivas y eficaces para hacer frente a los autoritarismos rampantes de la región, se hunde cada día más en sus inocultables contradicciones.
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