La clase gobernante de Estados Unidos y los principales países europeos está principalmente conformada por una casta dominada por el relativismo moral. Un enorme bienestar material, sin precedentes en la historia de la humanidad, unido al retroceso del cristianismo, generan un vacío que exacerba esta actitud.
Quienes sufren este mal piensan que este relativismo abre las puertas a una mirada fría, serena y pragmática de los grandes conflictos internacionales. No cabe en sus cabezas que para millones de personas las cosas sean distintas y que sus acciones están guiadas por durísimas convicciones o terribles experiencias. Esta es una de las principales lecciones de los conflictos del Medio Oriente.
La realidad fundamental del Medio Oriente es que las guerras que lo azotan responden a dos grandes impulsos: El fanatismo islámico, que deberíamos llamar supremacismo, que explica a grupos como Al Qaeda y el Estado Islámico como también aquellos que buscan la desaparición del Estado Israel.
Un caso concreto es Hamas, en las noticias por la casual eliminación de su líder Yahya Sinwar. Sinwar, con apoyo iraní, fue el gran autor intelectual de la incursión del 7 de octubre de 2023. La apuesta de Sinwar era ambiciosa: Pensó que desencadenaría una guerra general de exterminio contra Israel a la que se plegarían Irán, y los países de la zona, haciendo real el sueño de una Palestina “libre desde el río hasta el mar”.
En recientes foros, y otros líderes de Hamas apuntaban a un futuro cercano en la que los sobrevivientes judíos de una guerra quedaban reducidos a la condición de esclavos, literalmente. Para que esa visión se haga realidad era menester pagar el precio que sea, incluso las vidas de miles de palestinos, de su propia gente.
Conviene precisar que para Hamas, Israel es tan sólo el enemigo inmediato, el que primero se debe derrotar antes de avanzar sobre el resto del mundo.
En Israel, por su parte, está demasiado fresco el recuerdo del Holocausto. Antes de Hitler había 13 millones de judíos en el mundo, al final de la Segunda Guerra Mundial sólo quedaban siete. Hamas, Irán y otros actores no ocultan su deseo de terminar el trabajo “inconcluso” de los nazis ni su militante admiración por Hitler. Frente a ellos, Israel actúa de manera implacable, si se quiere, despiadada. Es el comportamiento lógico de quien siente que cada día se juega la vida y que al menor descuido o muestra de debilidad le saltaran al cuello. Por eso Israel no se detendrá.
Los pragmáticos cuadros del Partido Demócrata y la tecnocracia de la Unión Europea no logran entender estas realidades, por su falta de convicciones. Desean el equilibrio y la tranquilidad, pero estas son situaciones esquivas, casi excepcionales en la historia y la política internacional.
El impulso de estas políticas supuestamente pragmáticas suele tener, además, el efecto contrario, exacerbando los conflictos e induciendo errores de cálculo como el de Sinwar. Los sueños de opio de Obama, según los cuáles Irán se convertiría en un contrapeso y por ende un estabilizador de la región, sólo han estimulado la guerra y la violencia. La aparente tibieza de Washington y Bruselas hicieron creer que era un buen momento para arrinconar a Israel.
El conflicto árabe-israelí, si cabe seguir llamándolo así, tiene un interesante aspecto adicional: En un inicio, los países árabes (más no el Irán del Sha hasta 1979) apoyaban la causa Palestina. Este apoyo provenía de regímenes predominantemente laicos, pero eventualmente se agotó. Egipto y Jordania hicieron las paces con Israel, los palestinos se iban quedando solos.
Luego, en la época de Trump, Israel firmó la paz con los Emiratos Árabes Unidos y al momento del ataque de Hamas estaba en conversaciones con Arabia Saudita, las que quedaron truncadas por la guerra. Salvo Irán, el resto de países quieren la paz y no tienen apetito bélico. Esto incrementa el aislamiento palestino.
La soledad palestina obedece a una razón adicional: Su postura es irracional e implica negar todo lo acontecido desde 1948. Los hechos concretos de la historia son que los palestinos, acicateados por sus vecinos árabes, rechazaron la partición decretada por Naciones Unidas ese año. Abandonaron voluntariamente sus hogares en la equivocada creencia que regresarían de la mano de ejércitos triunfantes que expulsarían a todos los judíos de la zona al mar.
Esto como sabemos no ocurrió, la guerra de 1948 acabó en una sonora derrota e Israel expandió notablemente su territorio, muchísimo más de lo que la partición les concedía. Desde entonces los palestinos reclaman un derecho al retorno, de regresar a donde sus padres o abuelos vivían en 1948. Esta es una postura autodestructiva y que nadie tiene interés en apoyar, excepto los fanáticos islámicos, pero no por simpatías hacia la causa palestina, sino como un capítulo inicial de una más grande guerra mundial de conquista religiosa.
Esa es la dinámica fundamental del Oriente Medio, fanáticos religiosos, un enemigo implacable y, al medio, un pueblo con un especial talento para la autodestrucción y la irracionalidad. Sólo queda la esperanza que privados del último gran apoyo que les queda, el iraní, acepten sentarse a la mesa y negociar una paz duradera. Si Francia y Alemania pudieron, en el Oriente Medio también debería ser posible el milagro.
Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú