OPINIÓN

Los esposos Avril

por José Alfredo Sabatino Pizzolante José Alfredo Sabatino Pizzolante

La obra de Henrique Avril continúa hoy, al igual que ayer, siendo motivo de admiración por su originalidad y gran calidad artística. Sus incansables andanzas por el territorio venezolano le permitieron documentar una extensa geografía de variopinta cultura, legando un material de incuestionable valor antropológico y etnográfico. Alí Brett Martínez, Carmelo Raydan, Antonio Padrón Toro, José Ignacio Vielma, Laura Antillano, Miguel Elías Dao, Asdrúbal González, Josune Dorronsoro, Claudia Pignataro, Kari Luchony y Héctor Rattia, entre otros, han dedicado su tiempo a la obra de este genial fotógrafo, a quien se le reconoce como el pionero del periodismo gráfico patrio.

Sus innumerables vistas venezolanas y, especialmente, las dedicadas a Puerto Cabello, ciudad que hace suya a partir de 1904 y hasta su muerte en 1950, han hecho que su paisajismo opaque otras facetas en las que también hizo significativos aportes. Nos referimos a sus postales y retratos. Sobre las postales ilustradas salidas de su taller hemos hecho referencia en nuestro libro dedicado a la cartofilia titulado La palabra hecha paisaje, 200 años en las tarjetas postales (2012), resaltando allí la calidad de sus tarjetas de foto real.

Sin embargo, la faceta del Avril retratista –llamado por los estudiosos género de foto estudio– es una que merece particular atención, pues por su taller desfilaron generaciones cuyos gestos y galas quedaron atrapados en simpáticas y artísticas fotografías, que constituyen hoy recuerdos muy bien atesorados en los álbumes familiares. Escenarios con fondos sencillos y economía del mobiliario, y el juguetito o un ramillete de flores como elemento accesorio a la pose oportuna, hacen de cada retrato un laberinto para la imaginación, animando a la continua búsqueda de aquellos, tarea que emprendimos tiempo atrás y satisfactoriamente, mediante un proyecto de reconstrucción de la memoria histórica local denominado Memorabilia Porteña, ejercicio del cual han emergido hermosísimas imágenes.

Importante, además, es tener presente que estos retratos, si bien hechos muchos por Henrique, correspondieron otros a su esposa María Lourdes Ugueto Padrón, quien también aprenderá el oficio. De ella se tenía conocimiento acerca de su gusto por la fotografía, pero es ahora gracias a la posibilidad de fechar los retratos y al hallazgo de algunos valiosos ejemplares, cuando se confirma que estos son atribuibles a María Lourdes, encargada de colorear algunos pero también estampar su firma en ellos.

Es verdad que la obra de Henrique Avril fue una trascendente, no solo porque su lente captó profusamente la geografía nacional, tomas que resistieron al tiempo encontrando en las páginas de El Cojo Ilustrado” recuerdo imperecedero, sino también porque se trató de una labor que superó las seis décadas de incansable trabajo. Aun así sorprende que, tras su muerte, estas valiosas fotografías se hayan dispersado entre particulares sin que ningún ente público posea hoy una colección de importancia.

A la partida de Avril, en los años cincuenta, su esposa sigue adelante con el renombrado establecimiento, entonces ubicado entre las calles Bolívar y Plaza, callejón de la Sonrisa. Suponemos que los negativos y fotografías originales eran celosamente conservados por su viuda, quien murió en 1964, momento a partir del cual imaginamos comienza el material a dispersarse, pues la pareja no deja descendencia. El establecimiento quedará en manos de Alejandrina Rosales y Amanda Parra, criadas por los esposos Avril, quienes continúan con el negocio hasta su cierre definitivo a principios de los años setenta.

En 1966 Alejandrina y Amanda, como herederas del matrimonio, son entrevistadas por el periodista Helio Rivas para el diario El Carabobeño. Manifiestan aquellas su deseo de rescatar el valioso material y arrancar a funcionar la vieja cámara. “Alejandrina –escribe Rivas– nos comunica que está organizando nuevamente el taller fotográfico y que si encuentra facilidades económicas con la ayuda de Amanda, pondrán en actividad la valiosa cámara de fuelle y reproducirán los negativos dejados por el infatigable artista…”.

Informa, además, el periodista que muchos de los negativos se encuentran extraviados, “pero estas dos celosas guardianes esperan recuperarlos”. No obstante, en cuanto a la pequeña imprenta que utilizó Avril para ese año ya no quedaba nada en manos de ellas, por lo que se infiere que había comenzado el desmantelamiento del establecimiento. De este deseo de Alejandrina y Amanda deben ser las fotografías de burda impresión y pobre enfoque que circularon en los setenta y los ochenta en la ciudad, aunque siempre identificadas con el tradicional sello a relieve de Avril, con lo que seguro ellas buscaban procurarse un modesto sustento.

El detenido análisis de las fechas de elaboración de las fotografías avrileñas, especialmente el de las tarjetas de bautizo, el hecho ahora corroborado de que María Lourdes se dedicó al oficio más allá de la simple afición y el conocimiento que hoy tenemos de la fecha de muerte de la pareja, son elementos que nos hacen insistir en que no todas las fotografías que tienen el tradicional sello a relieve necesariamente fueron de la autoría de Henrique. En efecto, algunos retratos fueron claramente elaborados por su esposa, en particular retratos infantiles, los más recientes podrían incluso ser de Alejandrina y Amanda, lo que explicaría la decadente calidad de los últimos retratos, así como lo pobre de las reproducciones de aquellas geniales escenas y retratos que Henrique Avril perpetúa en el papel, especialmente entre las décadas de los veinte y los cuarenta.

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