La discusión sobre la contrarreforma eléctrica de Morena puede llegar a ser el primer gran debate democrático, público, en México sobre un tema de sustancia. De ser así, no habría más que celebrarlo, pero a condición de que cumpla con los requisitos indispensables para cualquier ejercicio de esta naturaleza.
Quisiera limitarme a uno, por el momento. Tiene toda la razón López Obrador cuando insiste en que todo el mundo salga del closet. Él se refiere a los partidos políticos en general, y al PRI en particular, pero habría que incluir a muchos actores adicionales. Entre ellos deben figurar, por supuesto, los medios de comunicación, las asociaciones profesionales, las organizaciones de la sociedad civil (sobre todo aquellas vinculadas con los temas verdes), personalidades políticas, del ámbito de la cultura y la ciencia, etc.
Y desde luego, el empresariado mexicano, que no será el principal afectado por el terrible retroceso que implica la reforma –lo serán más bien los consumidores y los mexicanos de a pie–, pero sí constituye un sector decisivo. En efecto, tienen intereses propios, como todos los empresarios en el mundo entero. Pensar que pueden hacer caso omiso de ellos, o que pasen por alto su vocación, solo refleja la noción primitiva e insular que tiene AMLO del mundo, de la sociedad y de los negocios (el diría: de la burguesía). Claro que no les conviene a ellos una reforma que va a encarecer el precio de la energía que consumen, que va a permitirle al Estado una discrecionalidad enorme, y que impedirá el tránsito hacia renovables que para los exportadores es quizás un asunto de vida o muerte.
El problema es que en un país democrático normal y maduro, los actores, y en particular el patronato, defienden abiertamente esos intereses. Los demás ciudadanos lo saben, y actúan en consecuencia: en las urnas, en el consumo, en las leyes. En México, todavía no.
El Consejo Coordinador Empresarial se ha manifestado en contra de la reforma de Morena; el Consejo Ejecutivo de Empresas Globales en México también. El Consejo Mexicano de Negocios aún no lo hace. Pero lo más importante no va a ser lo que digan los empresarios, sino lo que hagan. Y allí veo muchos riesgos.
Si se trata de un asunto trascendente para el capital en México, sus propietarios debieran adoptar una actitud transparente, contundente y sin ambages frente a la reforma de la industria eléctrica. Tendrían que anunciar que no apoyarán a ningún partido, y a ningún candidato, que vote a favor de la modificación constitucional; respaldarán a los que se opongan. Así será en las elecciones para gobernadores en 2022 y 2023, y en todas las elecciones en 2024, desde la presidencia de la república hasta la presidencia municipal del pueblo más remoto.
Sin ambages: es decir, no se resignarán a que el PRI ponga en práctica cualquiera de sus consabidas mañas. Estas incluyen, ante todo, entrar en la dinámica de la negociación: evitamos lo peor. Esa postura, muy factible con el PRI de la Cámara de Diputados, debiera ser descartada por el PRI, pero si no, por quienes financian sus candidaturas en todo el país. Quitar un par de barbaridades de la reforma, que probablemente fueron incluidas como relleno, para ser luego descartadas, no debe ser una postura priista aceptable para el empresariado nacional.
El cabildeo abierto, constante, dotado de recursos y de talento, en ambas cámaras, en México, Estados Unidos y Canadá, en la calle y en los medios, en todos los frentes y todas las trincheras, es la única posición propia de un debate de verdad, para un empresariado al que no le gustan las definiciones. O se trata de un tema de vida o muerte, o es algo a lo que se puede resignar el país, el empresariado, y cada legislador. El PRI solo entiende de fuerza, dinero y elecciones. Los empresarios tienen en sus manos lo segundo, para influir en lo primero y lo tercero. López Obrador ya retó al PRI; quienes se oponen a la reforma deben hacerlo igual. A ver si se animan nuestros magnates.