No era uno sino varios los que se creían emperadores, quienes decían llevar las riendas de aquellas tierras maravillosas donde la sal era sustento principal. ¡Tan maravillosas las tierras como su gente, que de allí salió aquel apodo de Los Resalados! No por exceso en la saladura, sino por lo ocurrentes y conversadores.
Los que se creían emperadores, esos encumbrados señorones, no llegaron a esa categoría ni por gracia divina, ni por herencia. La simulación era su guía. Habían llegado allí por la fuerza, por la vía de engaños y traiciones.
Después de promesas multiplicadas y aceptadas por la mayoría, al llegar al poder, rodaron las caretas, traicionaron sus palabras y a quienes les habían creído. Botaron la sal sobre la mesa. Así comenzaron a trastocar todo hasta convertirlo en tierra arrasada.
Insatisfechos con ello, persiguieron, exiliaron y mataron a cuanto ser se opusiera a sus propósitos. Además, rociaron los campos con sal. La misma sal que utilizaron sobre las heridas de quienes mataron, así como sobre las heridas de los sobrevivientes. A la brutalidad la convirtieron en asunto cotidiano. Muchos vivían encorvados, agazapados, fastidiados. No alcanzaban los salarios. La crueldad se había enseñoreado. La sangre se esparcía por todas partes. Los que se creían emperadores se sentían campantes. Habían ido apoderándose de todo y se pasaban la sal de mano en mano al momento de hacer sus comidas.
Así, pues, acabaron con toda la sal, al punto de empezar a tragar desabrido en sus grandes banquetes. Muchos emperadores dejaron de engullir esa comida insípida y por allí comenzaron sus discrepancias. Es que habían acabado hasta con la sal retenida en las bodegas confiscadas. No quedaba ninguna reserva del elemento indispensable que ya ni llegaba por los puertos como tampoco por las fronteras que ellos mismos se habían ocupado en cerrar.
Insalubres, hubo un día en el que se les acabaron hasta los fingimientos y sospechando del contrabando de sal de uno o de otro, comenzaron a matarse entre ellos mismos. Aquello fue una barahúnda conocida a los cuatro vientos.
Por esos días, un niño preguntó:
—¿Están desalados?
Y su abuelo, le respondió:
—No. Bueno, sí, pero no porque les falte también la sal, sino porque además han sido muy rápidos en sus acciones, muy atolondrados ¡y de la prisa, solo queda la risa!… Lo que están es insustanciales y toscos, huraños y secos ¡y muy desalmados, eso sí, eso también!