Por Carmen Sulay Rojas
El coronavirus, o covid-19 como fue denominado por la Organización Mundial de la Salud, hizo su aparición oficial en Venezuela a mediados de marzo de 2020, con unas consecuencias que terminaron siendo devastadoras para la educación y el resto de las actividades conexas de la sociedad, las cuales, de por sí, se encontraban bajo una severa recesión económica. Esta contracción venía con un hundimiento de tales actividades y de manera consecutiva desde 2013, es decir, el covid-19 vino a materializar con mayor dificultad un octavo año ininterrumpido de crisis económica y social en el país.
En tal contexto, el covid-19 vino no solo a generar pérdidas humanas y millones de infectados por lo que la propia OMS clasificó como pandemia en esta parte del siglo XXI, sino que alteró significativamente las acciones asistenciales y productivas, y la educación fue probablemente, cuando menos en Venezuela, un sector muy vulnerado tanto con la disminución de la matrícula y docentes, acción pedagógica, como en una acelerada destrucción de la infraestructura de escuelas, liceos y universidades.
Semejante realidad, al trastocar por completo la asistencia de clases presenciales por los efectos demoledores de contagio de la enfermedad, en especial de la población adulta -maestras y profesores responsables de impartir el conocimiento al estudiantado- y por supuesto, ante el agravamiento de inactividad que se generó en el resto de la población activa, y sin existir un compendio de planificación curricular y académica para este tipo de eventos por parte de las autoridades educativas venezolanas, hubo en lo inmediato una suspensión absoluta del hecho educativo en todos sus niveles, acciones que fueron retomándose “a distancia” desde una perspectiva de ensayo y error, donde evidentemente, lo pragmático a través de “redes” se convirtió en el eje de las comunicaciones, evaluaciones y supervisiones relacionadas con las llamadas clases virtuales. Asimismo, la entrega en la asignación de responsabilidades tanto de corte pedagógico vinculadas con las distintas asignaturas, como las que estaban sujetas por parte de los docentes para con las autoridades académicas y directivas de los planteles y universidades.
No obstante, este tipo de aprendizaje como un mecanismo de sutura pedagógica, no se puede decir, y menos asegurar que cumplió las expectativas de un aprendizaje positivo sobre la comunidad estudiantil, como tampoco puede determinarse que los docentes cumplieron a cabalidad con los objetivos y transmisión de contenidos conforme con las significaciones cognitivas y motoras que deberían ser el cónclave de los procesos de aprendizaje.
Del mismo modo, las limitaciones de recursos tecnológicos tanto en estudiantes como educadores envueltos y otros afectados por el covid-19, se convirtieron en constantes dificultades, y donde se tenían que extrapolar una serie de interrogantes: ¿Debía excluirse a un niño, niña o adolescente del sistema educativo formal, con una praxis a distancia, si este carecía del equipo tecnológico correspondiente? ¿Cuáles estrategias fueron aplicadas por los docentes para establecer un equilibrio de comunicación en el hecho educativo, entre estudiantes con equipos tecnológicos, y aquellos que carecían de ellos? ¿Recibieron los estudiantes todos los contenidos establecidos en las unidades curriculares, o estos también estuvieron sujetos a cambios en la dinámica del conocimiento? ¿Qué ocurrió con aquellos docentes que fueron contagiados de covid-19, o con las acciones pedagógicas a distancia sobre aquellos estudiantes, cuyos padres o familiares fueron afectados de tal enfermedad durante las fechas de calendario escolar a distancia?
Y sobre lo anterior: ¿Fueron sustituidos esos docentes para impartir las actividades educativas? ¿Las evaluaciones de los estudiantes fueron reconsideradas en las fechas de sus entregas? ¿Cómo fueron esas actividades y evaluaciones educativas, dentro de numerosos contextos particulares, máxime cuando el país también se encontraba en una compleja crisis económica que afectaba de manera importante a las familias venezolanas? ¿Qué ocurrió con aquellos niños, niñas y adolescentes que por diversas razones desertaron del sistema educativo formal en tiempos de covid-19? ¿Se han realizado por parte de las autoridades educativas de los planteles, el seguimiento familiar y educativo para conocer las causas del por qué un determinado número de estudiantes abandonó las actividades escolares en tiempos de pandemia y pospandemia?
En ese contexto, y ante las nulas cifras por parte del Ministerio del Poder Popular para la Educación en relación con lo que ha significado el covid-19 en sus alteraciones sociales, se hace necesario conocer los aspectos más relevantes de impacto pedagógico, así como aquellas implicaciones que pudieron ser violatorias de los derechos humanos por parte del Estado sobre estudiantes, profesores y comunidad educativa en general con respecto a áreas de educación, salud y alimentación, no sólo en términos de atención pedagógica, sino la forma en que fue abordada la crisis en la aplicación de políticas públicas que fueran coherentes con la situación confrontada en términos de emergencia nacional. Ante el retorno de clases presenciales, los planteles educativos están obligados a generar sus propias cifras sobre los impactos que ha generado el covid-19 sobre la población de los estudiantes, docentes y las comunidades educativas.