Aún sigue vigente el debate sobre la ruptura del orden constitucional que tiene lugar en Venezuela, cuando una Asamblea Nacional Constituyente creada por el pueblo mediante votación e inexistente conforme a la Constitución de 1961 en vigor, adopta en 1999 otra Constitución que, teóricamente, rige hasta hoy.
Sobre las violaciones sistemáticas que esta sufre bajo el gobierno de su autor (véase mi libro Historia Inconstitucional de Venezuela, 2012) y reelecto Hugo Chávez Frías para un nuevo período constitucional (2013-2019) sin que alcance a juramentarse por su fallecimiento, asume el poder Nicolás Maduro Moros. Lo hace como encargado presidencial y sucesivamente como presidente electo estándole constitucionalmente proscrito (véase mi otro libro El golpe de enero en Venezuela, EJV, 2013).
Desde entonces manda Maduro sobre un golpe de Estado continuo, de concierto a la Asamblea Nacional que preside Diosdado y el Tribunal Supremo de la época, tan «mite» o suave como la Corte que le precede.
Constatada la pérdida de toda materialidad constitucional; destruidos los lazos sociales por obra de la diáspora; canibalizadas las instituciones republicanas; sujeta la cotidianidad de los venezolanos a las reglas de la violencia entre grupos criminales y fuerzas extranjeras establecidos dentro del territorio, que cooptan los poderes públicos nominalmente subsistentes; la Asamblea Nacional electa en 2015 – último órgano con legitimidad democrática de origen y de desempeño – adopta en 2019 un estatuto constitucional provisional: Estatuto que rige la transición hacia la democracia para restablecer la vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
El Estatuto encuentra su fundamento en el artículo 333 de la Constitución que se ha desmaterializado, a cuyo tenor, “todo ciudadano investido… o no de autoridad, tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia”. La consecuencia no se hace esperar. En la provisionalidad, hasta tanto alcanza su vigencia la Constitución abrogada en los hechos, disponen las reglas del texto que “rige la transición”.
Sea cual fuere el juicio de pertinencia política que merezca el Estatuto, como errar al igual que en 1811 creyendo viable un gobierno parlamentario, el devenir de las realidades y las acciones que han de disponerse para el proceso de reconstrucción constitucional en Venezuela sólo puede leerse a la luz de lo que dicta ese texto constitucional, que llamo estatuto provisorio.
Es aún más obligante para quienes como diputados en ejercicio actual lo sancionaron, una vez como constatan junto a la OEA la quiebra del orden constitucional y democrático, fijando el desiderátum que reza su Exposición de Motivos: “Su propósito es volver a la Constitución desde la propia Constitución para ofrecer un cauce ordenado y racional al inédito e inminente proceso de cambio político que ha comenzado en el país. Se trata de una iniciativa normativa de la Asamblea que aspira a preservar la Constitución de 1999 como pacto de convivencia para la vida cívica de los venezolanos y como fundamento de la transición democrática”.
Ocurrido, pues, el “desmantelamiento constitucional” del que habla la Asamblea en su acuerdo de 19 de febrero de 2019, el Estatuto apunta a lo que cabe reconstituir, a saber, la estructura orgánica y garantista de la Constitución con sus términos y plazos, no así lo que jamás cede, los principios y los derechos humanos reconocidos; dado lo cual, según el mismo acuerdo, “la celebración de elecciones libres y transparentes, … tiene entre sus objetivos la reinstitucionalización de los órganos del Poder Público Nacional y el rescate de la soberanía electoral”.
Sería un esquizoide contrasentido señalar que la regularidad constitucional fracturada por la fuerza usurpadora y que explica la provisionalidad constitucional, sigue operando con relación al legítimo poder que tiene la responsabilidad de realizar la transición. De allí que la vigencia de las atribuciones y el mandato de la Asamblea signifique un “itinerario de democratización y reinstitucionalización” hasta alcanzarse “el pleno restablecimiento del orden constitucional, el rescate de la soberanía popular a través de elecciones libres” (artículos 2 y 3).
“Corresponde a la Asamblea Nacional determinar la oportunidad para efectuar total o parcialmente los trámites necesarios que, en el marco del artículo 333 de la Constitución, permitan modificar lapsos y requisitos legales con el objeto de recuperar la legitimidad de los Poderes Públicos”, dice el Estatuto. Sus disposiciones tienen la categoría de “un acto normativo en ejecución directa e inmediata… de la Constitución” (artículo 4).
Con apego a los principios de “recurrencia” e “itinerancia”, “para alcanzar el proceso de restablecimiento del orden constitucional”, la Asamblea ha de tener como objetivo preciso “la conformación de un Gobierno de unidad nacional que supla la ausencia de presidente electo hasta tanto se celebren elecciones libres y transparentes en el menor tiempo posible” (artículo 6).
El límite de la competencia del “encargado del Poder Ejecutivo” –dada la transitoriedad constitucional– encuentra como término, así, ya no los 30 días dispuestos por el artículo 233 de la Constitución «desmantelada» sino “hasta tanto sea conformado un gobierno provisional de unidad nacional” por la propia Asamblea como lo manda el Estatuto. De allí que todavía ejerza como encargado, pasados casi dos años.
Atrapado el país por lo circunstancial –ya no por la crisis humanitaria compleja sino por obra de la misma pandemia y el distanciamiento social– la pérdida de memoria y el ejercicio político al detal se acrecientan. Es otro de los graves males que se agregan. Nos atrapa el mito de Sísifo.
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