“No debe existir ningún misterio, pero tampoco el deseo de su revelación”
T.W. Adorno
Una frase que bien valdría la pena rescatar, a la hora de sopesar el desolado ambiente político y cultural de esta Venezuela depauperada y sometida al logos de la gansterilidad, es aquella que popularizara en sus programas para la televisión de principios de los años ochenta del pasado siglo el comediante y humorista José Díaz, mejor conocido como Joselo, hermano de Simón Díaz y hermano de crianza del maestro J. R. Núñez Tenorio. La frase en cuestión -la cual, por cierto, con no poca frecuencia era repetida en sus clases magistrales por el maestro Giulio F. Pagallo- decía, literalmente: “la cultura ofende”. Lo que, acto seguido, conducía -una y otra vez- al siguiente corolario: “cállate boca, ciérrate pico, hágase el silencio y el silencio se hizo..”.
Y es que, en efecto, las formas de la cultura, cuando logran afianzarse en los cimientos de una determinada sociedad, pueden llegar a convertirse en auténticos dolores de cabeza, punzantes y desgarradores, al punto de llevar a los límites de la desesperación a quienes no logran descifrar sus códigos, inmersos como están en el tejido vascular del ser social. No se trata de la haute culture, propia de las élites y las vanguardias, sino, más bien, de la bildung, esto es, de la formación cultural que nutre de continuo el Ethos, la Sittlickheit de las ciudadanías que han logrado, a lo largo de su historia y objetivamente, conquistarlas, reproducirlas e im-ponerlas (setz) hasta devenir sentido común. Y no resulta tarea fácil su desmembramiento. Al principio, la llamada “oposición” venezolana apeló a esas raíces para enfrentarse al incendio, a la amenazante orden de “tierra arrasada”, exhalada por aquella funesta traza barinesa de Nerón.
Con el tiempo, las viejas raíces culturales, en gran medida incineradas, han devenido objeto de una progresiva y sistemática sustitución, no fácilmente perceptible, cuya característica esencial es la pobreza espiritual. De hecho, pobreza de espíritu quiere decir impotencia de pensar, decir y hacer. Y si, como dice Spinoza, el orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas, entonces esa impotencia de espíritu se identifica con la impotencia material, propia de la realidad efectiva de las cosas. Guiada por los himnos de la esperanza y los gritos del miedo, la pobreza del espíritu lo ha ido penetrando todo. Incluso, ha logrado calar no sólo entre importantes sectores de la llamada oposición política sino, inadvertidamente, ha anidado sus pestilencias hasta en el seno de las propias élites y vanguardias políticas, culturales y académicas.
De nuevo, “la cultura ofende”, pero, esta vez, con signos invertidos. Aunque ofende mucho más una vez que ha sido obligada a dejar de formar parte del fértil suelo del cual surgió y del que se alimentó para, al mismo tiempo, poder cumplir con la necesidad de enriquecerlo. Ahora, enmudecida y bajo la figura de la pura autoconsciencia, podría incluso llegar a ser causa de auténtica angustia y desquicio, especialmente para la robusta certeza sensible que, de pronto, llegó a sentirse tan orgullosa de sí misma al asumirse y autodefinirse como escuálida. Que de las universidades haya surgido el huevo de la serpiente es un fenómeno que, tarde o temprano, deberá ser objeto de una profunda revisión sine ira et studio. Que en esto esté seriamente comprometido el tipo de conocimiento cientificista, técnico e instrumental que en ellas se fue haciendo dogma y presupuesto, en nombre del “rigor científico”, no solo es una cuestión evidente sino que la pretensión de ocultarlo atenta contra el propio aliento positivista que se niega a reconocerlo, haciéndolo sospechoso ante sus propias premisas. Que no se logre comprender -al punto de que se lleguen a confundir comprensión y entendimiento– la diferencia ontológica entre ser lo opuesto y ser lo distinto, es un síntoma inequívoco del reinado absoluto de la pobreza espiritual, de esa noche, que pareciera no tener fin, en la que todos los gatos son pardos.
Y es entonces cuando se recurre, casi instintivamente, a la medianía de “los dos ligaditos”. La solución a la grave crisis de un modelo educativo universitario que no solo ha puesto en evidencia su condición de desfasamiento respecto de la wirklichkeit -su desgaste e impotencia palmarias para comprender y superar los problemas que presenta la realidad. Un modelo sin historia que, por esa misma razón, se ha vuelto incapaz de ocultar y justificar su responsabilidad en el asalto totalitario y gansteril contra el Estado venezolano, no puede consistir en la “dialéctica del cha-cha-chá”, hecha a base de un “mosaico 33” de guaracha científica y de un bolerito humanista.
Se trata de denunciar el hecho de que toda la estructura de la instrumentalización del saber termina necesariamente en su reducción a conocimiento, reflexión, esquematización y formalización, de las cuales se derivan los respectivos “marcos teóricos” y “metodológicos”, las “visiones” y “misiones”, los diagramas, las gráficas, las referencias “APA”, entre otras perversiones, que -en tanto que pretenden ser “la realidad”- no solo carecen de todo rigor sino que son la confirmación de un enfático extrañamiento que deja abierto el camino a la barbarie, primero, en nombre de abstracciones sin contexto y, poco después, en la tiranía analfabeta, que siempre termina en el terror, la corrupción y la incompetencia, hasta llegar a esa “fase superior del socialismo del siglo XXI” que es el gansterato.
El maestro de maestros, Juan David García Bacca, exhortaba a la transmutación de una lógica por otra. Pero esa lógica no era la que conduce a la confusión de la oposición con la diferenciación, sino la que sabe distinguir, la que exige que las partes se reconozcan en la totalidad y a la inversa. La suya es la lógica de la transustanciación, la del amor intellectualis Dei, la de la educación estética. Por eso mismo, los “ligaditos” están muy lejos de la idea de la totalidad concreta que se requiere con urgencia para reinventar a Venezuela.
@jrherreraucv
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