Las últimas celebraciones del 12 de octubre, y temo que la próxima, ya inminente, que tendrá lugar en estos días, mantuvieron una línea de enfrentamientos estentóreos. Pese a ello, o quizás precisamente por ello, no hubo una sino varias maneras de recordar la fecha, algunas enalteciendo el llamado descubrimiento, mientras otras renegaban abiertamente del mismo, convirtiéndolo en un suceso macabro.
Colón fue la principal víctima de esta efeméride. Y gracias a los dichos de unos y otros, los “festejos” se transformaron en campos de batalla, donde en torno a la gesta del Almirante y sus consecuencias posteriores se dirimen posiciones encontradas, incluso con altas dosis de violencia. Declaraciones altisonantes, derribos de estatuas, descalificación y satanización de las ideas de los contrarios, devenidos en enemigos, han sido más la norma que la excepción.
Ambos extremos, marcadamente minoritarios, se atrincheran en posturas radicales, que alcanzan a los más tibios o condicionan sus respuestas. Esto hace imposible cualquier diálogo o entendimiento entre las partes.
El margen de maniobra sea para intercambiar argumentos, compartir ideas o incluso mantener un mínimo diálogo civilizado, es prácticamente nulo. En este contexto, las redes sociales se han convertido en eficaces cajas de resonancia capaces de transmitir las posturas más viscerales, vibrando por simpatía al son de los discursos más virulentos.
En un extremo, un personaje como Hugo Chávez decía que “Colón fue el jefe de una invasión que produjo no una matanza sino un genocidio”. De este modo, según su peculiar interpretación, de los 90 millones de aborígenes americanos que había en 1492, 200 años después solo quedaban 3 millones.
En el otro, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, no tiene el menor inconveniente en presentar al indigenismo como una “revolución populista” y comunista. Siguiendo su razonamiento, los indigenistas y sus aliados cuestionan la idea del “mestizaje y la fusión de culturas” aportados por España a partir del descubrimiento, una gesta que permitió llevar “[la] libertad, la] prosperidad [la] paz y [el] entendimiento” al Nuevo Mundo.
Una primera conclusión que extraer de este debate es que partiendo de posiciones tan escoradas es imposible converger en posturas mínimamente compatibles y que el día de mañana puedan ser el germen de un diálogo incipiente o de un relato en común. No solo es una tarea ciclópea, sino también y de momento bastante inconcebible.
Si para unos, los conquistadores, movidos por la codicia y la brutalidad más sanguinaria, simbolizan al imperialismo y la destrucción de las sociedades primitivas; para otros, los mismos personajes solo son monjes y soldados píos y devotos, interesados en trasladar la fe cristiana y la civilización occidental a los indígenas americanos. No se olvide, nos recuerdan los últimos, que se trataba de pueblos y naciones que vivían en plena barbarie (incluso algunos practicaban el canibalismo) y eran explotados por sus propios mandamases.
A efectos prácticos, pretender que ambos bandos se reconozcan en un pasado común, aunque éste sea leído de forma antagónica, es un esfuerzo inane que solo conduce a la melancolía. Para evitarlo, habría que subrayar algunas cuestiones importantes, como los excesos de la Conquista o la profundidad del aporte ibérico.
Lo necesario, imprescindible diría, para reforzar las relaciones entre España y América Latina no es compartir una misma historia, sino identificar aquellos elementos que permitan construir y avanzar en un futuro en común.
A priori, se trataría de unas relaciones provechosas, de un gran potencial y beneficiosas para ambas partes. Sin embargo, no todos piensan igual. Así, sería conveniente une profunda reflexión sobre qué nos interesa del otro y si queremos o no establecer un diálogo con él o ellos. Para algunos, aquí me incluyo, sería una situación en que todos ganan, pero para otros es reproducir unos hechos que solo aportaron dominación y miseria y los alejan de la definitiva liberación.
El hecho de que España se haya convertido en el principal destino europeo de las migraciones latinoamericanas, de cualquier clase social, es bastante significativo y prueba las afinidades existentes. La presidencia rotatoria del Consejo Europeo, que España ostentará en el segundo semestre de 2023, a su vez pondrá de manifiesto el interés en reforzar la relación birregional.
América Latina tendrá un papel esencial en la agenda semestral de gestión, consensuada con la Comisión Europea, con la convocatoria, entre otras reuniones de alto nivel, de una Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la UE y la Celac, algo que no ocurría desde 2017, y no por efectos de la pandemia sino por las graves diferencias que dividían a los países latinoamericanos y caribeños.
Solo mirando hacia adelante será posible recomponer una relación que se da en múltiples niveles, muchos de ellos intangibles y que afectan las relaciones individuales, familiares y colectivas en ambas direcciones. Y si bien se podría vivir sin ellas, la pregunta obligada es si esto nos favorece o nos perjudica, si nos hace mejores personas o nos empequeñece.
Está claro es que la relación entre España y América Latina se ha ido deteriorando en los últimos años, y no se trata de una responsabilidad individual sino compartida por unos y otros. De ahí la importancia de que en este 12 de octubre, y de los próximos por venir, en lugar de mirar hacia atrás con ira, tan hacia atrás como 1492, seamos capaces de mirar adelante, pensando un futuro más venturoso.
Carlos Malamud es Catedrático de Historia de América de la Universidad Nacional de Educación a Distancia e investigador principal del Real Instituto Elcano.
Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina
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