Por Carmen Sulay Rojas
El mundo, la sociedad, la escuela y la familia están viviendo y sufriendo los problemas y desafíos de la pandemia del coronavirus (covid-19) y cuyas adversidades no son excepción ante el agobio sanitario que confronta nuestra América del Sur, y Venezuela, una nación hermosa y llena de bellezas geográficas, también sufre de los rigores de la pandemia envueltos con males de injusticia social promovidos por el Estado.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en su artículo 19 expresa: “El Estado garantizará a toda persona, conforme al principio de progresividad y sin discriminación alguna, el goce y el ejercicio irrenunciable, indivisible e interdependiente de los derechos humanos. Su respeto y garantía son obligatorios para los órganos del Poder Público, de conformidad con esta Constitución, con los tratados sobre derechos humanos suscritos y ratificados por la República y con las leyes que los desarrollen”. En tal sentido, Venezuela, vive días de agonía por el sufrimiento de que la mayoría de la población, contrario con lo señalado en la carta magna tenga que percibir un salario miserable que no permite vivir con dignidad, y cubrir para sí y su familia las necesidades básicas, materiales, sociales, intelectuales y hasta espirituales.
Ante ello, hay una analogía social y religiosa, cuando vemos en la situación de millones de venezolanos el dolor encarnado de llevar una cruz diaria para buscar y comprar alimentos, y poder mantener a la familia y sus hijos, niños, niñas y adolescentes, quienes también sufren y con sus voces manifiestan en cada uno de sus hogares la dura frase: “tengo hambre”. Además, el venezolano con sus miserables ingresos, tiene que enfrentar el déficit de medicamentos – y cuando aparecen, resultan inalcanzables para muchos-, y cuya crisis social se acentúa con pésimos servicios públicos de agua, gas y electricidad, este último con pérdida de electrodomésticos que resultan generalmente irrecuperables por las razones descritas. Sin obviar que la delincuencia en un abrir y cerrar de ojos asalta hogares y comercios de manera constante.
Los derechos humanos en los tiempos del covid-19 provocan lentamente una muerte inminente de Venezuela. Así tenemos que mientras muchos de nuestros hijos abandonan el país buscando sobrevivir a la crisis, aquellos que nos quedamos corremos el riesgo de fallecer por la pandemia u otra enfermedad ante el colapso de la salud pública; y otros ciudadanos deben enfrentar la hambruna, incluso sin poder trabajar ante la cuarentena, el distanciamiento y las restricciones sociales decretadas por el gobierno de Venezuela.
El derecho a la salud y la vida deben garantizarse respetando la dignidad humana, procurando mecanismos para atender la provisión de alimentos y medicamentos para prevenir la propagación de la pandemia. Entonces, ¿dónde está la protección de mis derechos humanos en tiempos del coronavirus? ¿Existe la ayuda humanitaria para garantizar mi derecho a un salario suficiente que me permita vivir con dignidad y nivel de vida adecuada?
Es cierto, ¿quién no ha sufrido algún tipo de injusticia en la vida? Pero la respuesta a esa interrogante no puede ser la justificación para ser víctimas permanentes de una injusticia que nos causa dolor emocional y puede causarnos daño espiritual. Tal vez sintamos un fuerte deseo de corregir la situación, pero garantizar los derechos humanos en tiempos de covid-19 es una obligación indeclinable del Estado, la cual en el caso de Venezuela, pareciera que ellos como gobernantes renunciaron a cumplir lo que les dicta la Constitución en favor de la sociedad, de la educación, de la salud, de sus trabajadores y de todo el país.
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