El siglo XIX venezolano fue una tragedia anunciada. Después de que terminara la guerra de Independencia, el país, ya dividido de “Colombia la Grande”, perdió cien años de historia. Siempre es bueno recordar la asombrosa vigencia de la conocida carta escrita por Bolívar, al final de sus días, a Juan José Flores, del 9 de noviembre de 1830: “He mandado veinte años, y de ellos he sacado más que pocos resultados ciertos: 1) la América es ingobernable para nosotros; 2) el que sirve a una revolución ara en el mar; 3) la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4) este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas; 5) devorados por los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6) si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”. Bolívar resume, con extraordinaria precisión, lo que por más de cien años –con contadas excepciones– ha caracterizado a Venezuela y, en no poca medida, a la América Latina.
Las luchas intestinas entre “conservadores” y “liberales” en Venezuela son, más o menos, similares a las del resto de Latinoamérica. Todas comportan una escisión de origen que pocas veces ha logrado cicatrizarse para, en un relativamente corto tiempo, volver a abrirse y sangrar. Se trata de la lucha a muerte por el reconocimiento de dos figuras a las que Hegel define como “señorío y servidumbre” o la “lucha de las autoconciencias contrapuestas”. Dos términos incompatibles, opuestos entre sí, que, no obstante, son interdependientes y, en última instancia, idénticos, en la medida en la cual se determinan recíprocamente. Los unos son elitistas, los otros populistas. Los primeros dicen defender a Dios, la familia y la propiedad. Los segundos a la historia, la prole y la justicia social. Son la razón de los monstruos y los monstruos de la razón.
Cuando uno de los extremos pierde sus privilegios y es conducido a la ruina, asume el papel del revolucionario liberal, en nombre de los desposeídos. Pero una vez que retoma el poder y consolida su triunfo asume cabalmente el lugar del otro. Este drama continuado de “tiranuelos de turno” ha terminado arruinando al país, hasta conducirlo, como advertía Bolívar, al “caos primitivo”. Juan Vicente Gómez, un campesino zamarro de los Andes venezolanos, puso fin al combate a través del ejercicio del terror durante 27 años, desde 1908 hasta 1935.
A sangre y fuego, el dictador extinguió la llamarada de los constantes alzamientos de los caudillos regionales a lo largo y ancho del país. La creación de un ejército profesional y la construcción de carreteras por casi todo el territorio tuvieron ese propósito. Pero con ello, acaso sin proponérselo, terminó unificando la nación y fraguando los fundamentos del Estado moderno en Venezuela. Es un ejemplo impecable de la astucia de la razón. Gómez ató con la fuerza del tirano a los demonios del desgarramiento y los mantuvo bien amarrados, por lo menos, hasta después de su muerte.
Solo hasta el 18 de Octubre de 1945, con el golpe militar contra Medina Angarita, el otro extremo pudo reagruparse y recuperar sus fuerzas para rearmarse. Pero pronto las fuerzas conservatistas le asestarían un nuevo golpe, que las mantuvo fuera de combate hasta 1959, época de la caída de la dictadura de Pérez Jimenez.
Fue durante la presidencia de Rómulo Betancourt –y luego la de Raúl Leoni– que se logró amarrar, una vez más, a los demonios del extremismo. Durante sus primeros años en el poder, Betancourt debió enfrentar la contraofensiva militarista y conservadora hasta reducirla a su mínima expresión. Más tarde, debió enfrentar a la llamada “guerra de guerrillas” de la extrema izquierda, a la que también logró desarticular y reducir. Betancourt, ideólogo del Pacto de Puntofijo –un acuerdo consensuado entre los más representativos sectores democráticos del país–, había neutralizado a los extremos en pugna y estabilizado el naciente régimen democrático. Él fue, sin lugar a dudas, el más importante político venezolano de todo el siglo XX. Coerción y consenso a un tiempo. Solo después de la hazaña democrática liderada por Betancourt el país prosperó progresiva y sostenidamente y pudo entrar al siglo XX. Venezuela tuvo cuarenta años de estabilidad política y de crecimiento económico y social. Hasta que Chávez desatara –una vez más– los demonios decimonónicos.
Los extremos se tocan, y Chávez hizo que se tocaran, aprovechándose del creciente descontento general de la población y de la desconfianza en las instituciones democráticas. Descontento y desconfianza, por demás, sembradas a través de poderosos e influyentes medios de comunicación, en manos de sectores interesados en sacar provecho. Sectores conservatistas que, en esta oportunidad, cerraron filas del lado de la extrema izquierda en contra del sistema democrático. Los extremos devienen, no son puntos fijos, inamovibles. Más bien, y de acuerdo con sus intereses, son camaleónicos, miméticos. Ahora los nuevos aliados marchaban juntos y reconocían sus coincidencias. Esa fue la función de los llamados “notables”: la de tender los puentes necesarios para que derecha e izquierda extremas se fusionaran por primera vez en la historia del país y se consolidaran en un mismo polo –el “polo patriótico”–, a objeto de hacer desaparecer de la faz de la tierra el sistema democrático representativo fundado por Betancourt. Y así se hizo.
Hasta que, en el año 2002, Chávez comenzó a manifestar diferencias de fondo con la vieja godarria, al tiempo que se acercaba, cada vez más, a Fidel y al cartel del Foro de Sao Paulo. Después del golpe de Estado del 11 de Abril, rompió los compromisos adquiridos con la derecha histórica para instaurar un régimen dictatorial de extrema izquierda, esta vez bajo la capucha de las apariencias democráticas. En realidad, un cartel al servicio del narcotráfico y del terrorismo internacionales, que ha terminado colmando de miserias, corrupción, saqueo del erario público, violencia sin fin y la más brutal de las represiones.
Con Chávez el país regresó a los peores días del caos primitivo del siglo XIX. Bajando por la espiral de la historia viquiana, Venezuela ha pasado nuevamente de la modernidad a la premodernidad. La tarea que sigue es inevitablemente ardua y pasa por la reconstrucción de su tejido civil, en el cual la educación estética tendrá que ocupar un lugar preponderante.
Son tiempos de demonios sueltos, tiempos de oscuridad, tiempos tenebrosos. Grises, al decir de Maquiavelo. De semejante experiencia histórica conviene salir lo más pronto. Lo que está en juego no solo es el bienestar y desarrollo latinoamericano sino la seguridad y la estabilidad de toda la civilización occidental en su conjunto. El narcochavismo es la reivindicación de la barbarie, la vuelta al estado de naturaleza, la violencia y el salvajismo como modo de vida. Similar a la formación de las mafias, el movimiento formado a pulso por los Castro y enquistado en Venezuela representa al cartel de los antivalores occidentales. Los demonios siguen sueltos. El gang de los soles es el cartel de la muerte.
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