Reconozco que el título puede sonar desproporcionado, pero cuando el presidente de Argentina, Javier Milei, se refiere a los «degenerados fiscales» aludiendo a quienes desafían su ortodoxia económica, no puedo evitar que los ecos de la «regeneración democrática» de Pedro Sánchez me incomoden. Ambos desbordes morales para intentar formatear la democracia a la talla de sus abusos.
Aunque parecen estar en las antípodas ideológicas, y más allá de los enfrentamientos públicos sobre cuestiones como Begoña u Óscar Puente y las «sustancias» del suramericano, ambos representan un fenómeno más amplio y preocupante: lo que podría denominarse «degenerados democráticos». Esto no es un ataque ideológico, sino una observación sobre una alarmante tendencia entre ciertos líderes que, independientemente de su postura política, están deformando las democracias para ajustarlas a su propia cosmovisión del poder. Permítame explicar.
Imaginemos, por un momento, un mundo donde la libertad de expresión esté en manos de aquellos que dicen protegerla. Sánchez, con su ambicioso plan de «regeneración democrática», decide que la mejor manera de salvaguardar nuestra capacidad de expresarnos libremente es, paradójicamente, decidir quién puede hacerlo. Bajo el noble estandarte de luchar contra la desinformación, Sánchez, cual gran juez de la imparcialidad, busca sentarse en su despacho de la Moncloa a revisar qué medios son dignos de recibir dinero público y auditar los apoyos privados. ¿Cuántos lectores tiene este periódico? ¿Cuántos «me gusta» en su última nota? ¿Escribieron algo bonito sobre mí? Ah, esos son «medios serios». Los otros, los que no juegan bajo sus reglas, son «pseudo medios», desinformadores que no merecen ser financiados. Porque claro, en esta versión de la regeneración democrática, no deciden audiencias, trayectorias, prestigios o sus clics, sino el presidente con sus cheques y valoraciones.
Irónicamente, el ataque a la libertad de expresión hoy es rehén de movimientos ideológicos antagónicos. Observe. Del otro lado del Atlántico, en la tierra de las vacas, la yerba y el dulce de leche, tenemos a Milei, que también lleva su propia bandera, no de «regeneración», sino de una «revolución anarco libertaria», pero casualmente con un mismo objetivo final: limitar el control de la prensa al poder. En su caso, no hay ni pretextos de protegernos de bulos ni grandes planes democráticos; su táctica es más simple: directamente restringe el acceso a la información pública y señala con el dedo a los periodistas que se atrevan a criticarlo. Y no contento con eso, nos propone un brillante nuevo sistema: los periodistas que quieran hacerle preguntas deben presentar una declaración jurada, como si el simple acto de investigar o cuestionar fuera ya un crimen en potencia. Además, busca asfixiar financieramente a los medios críticos.
Este tipo de liderazgo ha sido señalado por organizaciones internacionales. Roberto Rock, presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), ha calificado a algunos mandatarios como «demoledores democráticos», debido a su tendencia a socavar las instituciones y concentrar el poder en su figura. En una reciente comparecencia luego de presenciar lo que ocurre en El Salvador, Rock destacó al presidente Nayib Bukele por sus ataques sistemáticos a la prensa independiente y su control sobre el sistema judicial. Lo preocupante es que en esa misma lista Milei también fue mencionado por adoptar un discurso similar. Sánchez, Milei, Bukele, Orbán, López Obrador, solo por mencionar algunos, representan una nueva generación de populistas maquillados, que lejos de fortalecer la democracia, la están desmantelando, deformando o, como he decidido calificarlo, degenerándola poco a poco.
La filósofa francesa Monique Canto-Sperber, autora de Salvar la libertad de expresión (Albin Michel), sostiene que, aunque la libertad de expresión puede dar lugar a excesos verbales, algo frecuente en tiempos de redes sociales, sigue siendo el único medio eficaz para combatir los discursos dominantes. Para la pensadora gala, podemos decir todo menos lo que obligue a otros a guardar silencio.
Pero estamos también ante un dilema frente al uso del lenguaje violento. En el contexto actual, la proliferación de discursos cargados de emociones, especialmente de ira, ha deformado el espacio de la expresión pública. Como señala Canto-Sperber, el modelo económico de las plataformas digitales, basado en la amplificación de los mensajes más compartidos, ha sustituido el debate razonado por la viralidad del lenguaje violento. Este fenómeno no solo distorsiona el intercambio de ideas, sino que también provoca un daño directo a las normas colectivas, trivializando los prejuicios y debilitando el umbral de lo socialmente aceptable. El problema es que, aunque la libertad de expresión es un pilar fundamental de las sociedades democráticas, su abuso conlleva graves riesgos para la convivencia y el respeto mutuo.
Finalmente, en su libro, Canto-Sperber defiende que, pese a los excesos verbales, la libertad de expresión sigue siendo la única herramienta viable para combatirlos. El verdadero debate, donde las opiniones opuestas se enfrentan en igualdad de condiciones, es crucial para evitar la hegemonía de un discurso dominante. Solo cuando las personas pueden responder y ser escuchadas, la libertad de expresión cumple su función de autorregulación espontánea, un principio que John Stuart Mill ya valoraba en el siglo XIX.
En lugar de más leyes restrictivas que podrían derivar en censura, Canto-Sperber aboga por restaurar el valor del debate y la participación activa de todos los actores, tanto públicos como privados. A juzgar por sus acciones, estos «degenerados democráticos» están más preocupados por afianzar sus abusos de poder que por revitalizar el debate y las instituciones.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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