Ninguna persona, familia, comunidad o nación está condenada a ser pobre por razones definitivas o determinantes, como el clima, la dotación de recursos o el color de la piel de sus habitantes. El bienestar se logra si se dan algunas condiciones fundamentalmente políticas, como la libertad, la democracia, la justicia y un tesoro que en términos generales se llama “capital social” que se refiere a la calidad de las relaciones que se dan entre las personas, y entre estas y el entorno.
Por supuesto que en el proceso de la creación de esa calidad de vida no depende sólo de la persona o comunidad específica, pues la realidad en un complejo tejido de relaciones no solo internas, sino con factores externos próximos o remotos, generalmente de orden político.
En todo caso, aún extremos, la calidad de vida mejora si se dan esos procesos de carácter cualitativo que tienen que ver con la bondad, la solidaridad y el bien común. Cuando privan las relaciones de calidad todo cambia hacia el mejoramiento de la vida, propia y de los demás, incluyendo el medio donde el vivir transcurre.
Son muchos los especialistas en desarrollo que dan soporte a estas ideas sobre la confianza, las instituciones sanas, el Estado de Derecho y el capital social, en el proceso de construcción de lugares, comunidades y naciones donde la gente viva mejor y en armonía entre ellos y la naturaleza. Basta citar unos tres o cuatro: Gunnar Myrdal (premio Nobel de Economía) con Teoría económica y regiones subdesarrolladas (1957), El reto de la sociedad opulenta (1962), El desafío del mundo pobre (1970), La pobreza de las naciones (1975); Robert David Putnam con El declive del capital social (2003), “Para hacer que la democracia funcione” (1994); Manfred Max Neff con El Desarrollo a escala humana (1989); Daron Acemoglu y James A. Robinson con ¿Por qué fracasan los países? Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2017) y muchos otros.
Igualmente son muchas la iniciativas locales, nacionales y mundiales para lograr mejoras sustantivas y permanentes en los caminos del bienestar humano, tanto públicas como privadas. Dos de ellas destacan: “La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible” aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 2015, que establece 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible, crea una serie de mecanismos para su cumplimiento y evaluación, encarga a sus órganos especializados de diversas tareas e incorpora gobiernos y empresas.
Otra es la Carta Encíclica “Alabado seas” del papa Francisco, un formidable documento para el cuidado de la tierra conde se analizan los problemas, sus causas y propone una serie de acciones para superarlos. Crea el Discaterio para el Desarrollo Integral en el Vaticano y abre iniciativas en las diócesis y demás dependencias de la Iglesia Católica. A esta propuesta agrega otra, contenida en la Carta Encíclica llamada “Todos hermanos”, que justamente trata los temas de capital social.
Ambas iniciativas, la de la ONU y la de la Iglesia, han recibido grandes aplausos, pero en la práctica y en la acción cotidiana no se nota el entusiasmo, a pesar de sus enormes bondades. Hasta se han inventado cosas como que esas propuestas forman parte de unas de esas teorías conspirativas de ciertas élites mundiales que quieren imponer un “nuevo orden mundial”, desde Los Iluminati, QAnon, la alianza judeo-masónico-comunista-internacional y otras ideologías perversas. Hasta el Foro de Davos ha sido acusado con la propuesta del “Gran Reseteo”, cuando en Davos lo que se produjo fue una importante declaración sobre el principal objetivo de las empresas como productoras de bienes y servicios y no el mero lucro, llamando a su compromiso con desarrollo sostenible. Y por otra parte está más que claro el interés de determinados sectores privilegiados por torpedear las iniciativas progresistas del papa Francisco, de abrazar con mayor energía el compromiso de la opción preferencial por los pobres y la sostenibilidad de la “Casa Común”.
Más cercanas a las causas de que estas iniciativas no avancen lo suficiente, van por las reflexiones de que el modelo económico abandonó las tesis iniciales de que los procesos económicos –producción, distribución y consumo – buscan la satisfacción de las necesidades humanas y no el lucro. Que las ganancias son la lógica remuneración a los distintos factores productivos, pero no esta desbocada carrera de la globalización de la codicia. Para ello se dispara el consumo, el materialismo, la explotación del hombre y la naturaleza, la inequidad y los grandes monopolios globales.
La tierra y sus recursos son finitos y, aun cuando las capacidades humanas parecen ser infinitas, existen los límites del respeto a la dignidad del otro y el funcionamiento de los sistemas naturales, que con frecuencia se olvidan, hasta que la propia naturaleza nos lo recuerda. Los caminos del bienestar son los de los de la libertad, la democracia, la justicia y la confianza. En palabras del papa Francisco en la encíclica Alabado seas: “El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar”.
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