La prensa, y muchos más fuera de la prensa, la han emprendido contra Luiz Inácio Lula da Silva por el espaldarazo que el mandatario brasileño le ha ofrecido, sin ambages, al dictador Nicolás Maduro. Lo cierto es que el líder carioca se metió un potente autogol cuando, para tratar de estructurar un proyecto que muchos consideran justo -el de la reconstrucción de la fallida Unasur como centro de confluencia de países en el continente- intentó crear un ambiente previo de camaradería entre mandatarios de la izquierda latinoamericana y, para ello, se despachó en halagos al inquilino de Miraflores y aseveró, con contundencia, que no existe tal cosa como violaciones de derechos humanos en suelo venezolano. La reacción de la prensa de su país, los parlamentarios brasileños, algunos de los colegas presidentes invitados al evento y el ciudadano de la calle no se hizo esperar y fue muy llena de virulencia.

¿A quién se le puede ocurrir que son inventos de los adversarios a la lucha bolivariana, las espantosas violaciones de derechos humanos que se producen a granel en Venezuela cuando en el tribunal internacional de La Haya cursan cientos de casos que lo ejemplifican por ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias y torturas, y cuando la investigación del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos así lo ha reseñado luego de una exhaustiva investigación? Dos de los augustos jefes de Estado invitados a la cumbre convocada por Lula, Luis Lacalle y Gabriel Boric, se deslindaron rápidamente del tema defendido por el anfitrión, calificando de equivocados los comentarios de Lula de apoyo a los desmanes y crímenes del venezolano en su afán por reprimir la disidencia.

Pero ahora me pregunto yo si la misma agresividad que ha habido contra Lula por haberse equivocado de talismán en la organización de su cumbre de Brasilia no es válida igualmente para señalar los desaciertos de Gustavo Petro, el presidente de Colombia que también ha resuelto visiblemente compartir un confite con Maduro, solidaridad que no le está haciendo ningún bien a un gobierno que, en lo que va de mandato, no ha logrado arrimar una al mingo. ¡Otro autogol!

Sin duda que la causa de la bilateralidad es noble entre Colombia y Venezuela. Nadie puede negar que un buen entendimiento con una Venezuela que actúe dentro de parámetros de ortodoxia en lo comercial, en lo político, en lo empresarial, en lo social, en lo estratégico, en el tema de la Paz Total propugnada por Petro y en lo moral sería muy beneficioso para Colombia. Pero la Venezuela de los últimos más de 20 años es lo que menos necesita cualquier mandatario como socio. No solo el país ha sido vaciado por el régimen imperante de su potencial económico, ha sido destrozada su sociedad, se ha empobrecido a la ciudadanía, dilapidado su riqueza, sino que además el gobierno se ha asociado con lo más abyecto de Colombia: su narcoguerrilla, sus grupos criminales, sus terroristas. ¿Qué necesidad tiene Lula, ni Petro tampoco, de hacerle loas a un régimen señalado por los actos de corrupción más aterradores? No les hace falta ni a uno ni a otro ir de la mano de un dictador para ganar laureles.

Tanto el brasileño como el colombiano se están inaugurando al frente de los gobiernos de sus países en momentos particularmente difíciles al interior de los mismos y dentro del ambiente geopolítico convulso internacional donde les toca desempeñarse. La solidaridad con Maduro le costó caro al otrora líder trabajador del Brasil. Igualmente caro le saldrá al exguerrillero colombiano que comienza su mandato con muchas pelotas que mantener en el aire. Lejos deberían estar ambos, si fueran inteligentes, de estigmatizarse tendiéndole a mano a uno que ya viene de salida y a quien lo esperan, para hacer justicia, los altos tribunales del planeta.


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