OPINIÓN

Los ascensos militares en la era de las Zonas Económicas Especiales

por Luis Barragán Luis Barragán

El régimen entra en una nueva etapa de supervivencia material con la inminente promulgación de la Ley Orgánica de las Zonas Económicas Especiales (Lozee), toda una apuesta por la definitiva consolidación que parte de la formalización de las ya prácticamente establecidas en los más variados rubros, tipos y subtipos, y que, por fin, reglada la coexistencia y complementación en un terreno tan exigente, permitirá a las camarillas del poder avizorar otras más audaces y promisorias. El papel de la Fuerza Armada no se limitará a preservar las que le concedieron precursora y oficialmente, como la militar de desarrollo forestal del estado Aragua, sino que propenderá a transarse con otras, consumando una transformación de su propia naturaleza.

Finiquitado el Estado Cuartel, la entidad cuenta con un mínimo aprendizaje derivado de sus incursiones económicas a título corporativo e individual, multiplicadas sus firmas mercantiles desde 2013, y condicionada por el solo hecho de compartir el territorio nacional con otras fuerzas irregulares y terroristas que, no faltaba más, disputan violentamente los más inverosímiles mercados, so pretexto de las diferencias políticas. En algo semejante a la Venezuela de casi siglo y medio atrás que hizo de Caracas un codiciado islote de poder, capaz de comprometer internacionalmente al país, en la mar de los grandes caudillos rurales, hoy, la Fuerza Armada velará celosamente por el poder central, intentará administrar o arbitrar los conflictos que el reparto territorial inevitablemente suscite, y, sumada la pólvora a su extraordinario soporte económico, afianzará un sitial entre los demás factores que hacen posible el llamado autoritarismo competitivo, por cierto, insoluble por su franco agotamiento; y, valga acotar,  bajo la conducción del general Padrino López, quien –hasta nuevo aviso– repetirá por octavo año consecutivo en la cartera de Defensa, de un modo u otro pronosticado por el historiador José Alberto Olivar en un meritorio trabajo publicado en el libro El Estado Cuartel en Venezuela, cuyos coordinadores nos requirieron expresamente para la –por entonces– presentación de su primera edición, en la Asamblea Nacional, y, la de su segunda, en la Universidad Simón Bolívar.

Agregada una radical partidización a su crecida experiencia comercial, confundida la autoridad civil con la militar, distorsionado el derecho al sufragio que, ya vemos, encontró las peores condiciones objetivas y subjetivas para realizarse, todo parece indicar que los ascensos militares seguirán en la senda de la desprofesionalización y la desespecialización. Bastará con actualizar sendos informes, como el de la Misión Internacional Independiente del Consejo de Derechos Humanos de 2020 (https://www.ohchr.org/Documents/HRBodies/HRCouncil/FFMV/A_HRC_45_CRP.11_SP.pdf), por ejemplo, para dar cuenta de una oficialidad gravemente involucrada en la violación de los derechos fundamentales,  la corrupción y el narcotráfico.

La sistemática propaganda y publicidad oficialista en torno a la mítica alianza cívico-militar que supedita la promoción de los oficiales a sus intereses concretos, por contraste, nos ha hecho todavía reminiscentes de la larga tradición constitucional que asimiló, aceptándolo, el formal mecanismo de subordinación del poder militar al civil, por lo que la aprobación senatorial de los ascensos correspondientes de la oficialidad superior –conforme a la Constitución de 1961– se hizo también parte de un recurrente y, a  veces, intenso debate de opinión pública. Aceptemos que hubo un ritual de ocultación de las realidades interiores del componente armado, pero no neguemos que la participación del parlamento en los ascensos expresó una determinada cultura constitucional y política, únicamente omitida  en la Carta de 1904 y  en el Estatuto Constitucional Provisorio de 1914.

Igualmente, hubo interesantes variaciones en el reconocimiento formal de la subordinación, al dejar que los senadores aprobasen la promoción de los coroneles y capitanes de navío, mientras que el generalato correspondía a todos los congresistas (Constitución de 1857), quedando única y exclusivamente el máximo grado militar bajo la responsabilidad del parlamento (1858). Sin embargo, a sabiendas que, antaño, el reconocimiento de cualesquier jerarquía se ganaba en el campo de batalla, o por la adscripción al gobierno de turno, negada la profesión militar, al menos, como hoy la entendemos, llama la atención que algunas constituciones encomendarán al parlamento “determinar la manera de conferir grados y ascensos” superiores (1864, 1874, 1881, 1891, 1893 y 1909), lo que autoriza a presumir una importante actividad legislativa y reglamentaria necesitada de una exploración histórica más concienzuda.

Por lo pronto, si  hubo tal actividad con antelación, es de presumir las inmensas dificultades impuestas por los regímenes de fuerza que, aún menos, permitieron una polémica libre y abierta sobre los ascensos y las condiciones políticas que los articulaban. Puede aseverarse que, luego de 1958, la materia adquiere una trascendencia noticiosa sin precedentes, por muchos tabúes que la distinguiesen; sobre todo, dado el cuestionamiento de los intereses partidistas expresados en la comisión senatorial que consideraba, deliberaba y aprobaba las promociones superiores, materia –ahora– completa y desenfadadamente olvidada.

Al respecto, consolidada la corporación castrense, esta se hizo extremadamente susceptible a cualesquiera cuestionamiento político, espontáneo o deliberado y, apuntemos la doble paradoja, azuzada por los sectores políticos e ideológicos que derrotó en los años sesenta del siglo XX, que después le entregaron la absoluta competencia de decidir sus ascensos junto al comandante en jefe, ya considerado como el máximo grado militar y no una condición o carácter asociado al ejercicio de la presidencia de la República. Irrefutable indicador, no ha sido posible desarrollar legislativamente el artículo 331 de la Constitución de 1999 en el presente siglo que, al menos, acepta alguna intervención del elemento civil, ni siquiera para afinar los procedimientos técnicos alcanzados.

Entre abril y mayo de 2020, por recomendación de un amigo común, tuvimos la ocasión de contactar al coronel (retirado) y doctor en derecho Ángel Bellorín, para proponerle la redacción de un proyecto de Ley de Ascensos Militares que aceptó, hizo y felizmente culminó. Promovimos la iniciativa en la legítima Asamblea Nacional al iniciarse el segundo período de sesiones, por entonces, cumpliendo con todas las formalidades reglamentarias, pero las circunstancias consabidas impiden todavía abordar y viabilizar el proyecto que, permítannos la acotación, quizá sea el único realmente materializado, pues, en 1976 y en 1986 se anunciaron propósitos semejantes, sin que se supiera más nunca nada.

La era de las Zonas Económicas Especiales impone otros parámetros para los ascensos militares, más allá de la efectiva militancia política, en la que el comandante en jefe, el (re)zonificador por excelencia, confiará aún más en la arbitraria aplicación del llamado “factor de corrección”.  Y todo esto, tras una formidable victoria, como fue la de sacar a 8 millones de venezolanos de su propio país.

@Luisbarraganj