Viví en Berlín Occidental, cuando el mundo se mostraba los colmillos de un lado al otro del muro. La ciudad, famosa en los años veinte por ser el centro cultural de la Europa del expresionismo, de la modernidad, de Brecht y el Teatro anti aristotélico, de la vanguardia musical y literaria europea, debió sobrevivir gracias a un puente aéreo que mantenía con vida a su cordón umbilical. La Unión Soviética se había quedado con una gran mascada de la derrotada Alemania hitleriana, mientras Occidente se conformaba con tres pequeños pedazos del Berlín del Tercer Reich y el pedazo menor de la Alemania derrotada. El corazón del régimen nazi se quedó aislado en el cuerpo inerte de la Alemania sovietizada. Para ir por carretera desde Berlín Occidental a cualquier ciudad alemana federal – Hannover, Hamburgo, Frankfurt, München– y desde allí a cualquier ciudad europea –Paris, Amsterdam, Madrid– había que atravesar el muro, presentarse en el Ministerio de Relaciones Interiores de la Alemania “Democrática” y solicitar una visa, sin la cual no se podía transitar por la autopista que cruzaba la parte de la Alemania del Tercer Reich que quedó encarcelada bajo el régimen soviético de Walter Ulbrich. Un viaje de algunos cientos de kilómetros se convertía en una reminiscencia de la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de vivir abrumados por los espantos del nazismo, el Holocausto y los goyescos desastres de la Segunda Guerra Mundial, nos animaba una porfiada voluntad liberal y democrática. La vieja y tradicional universidad berlinesa, la Humboldt, se quedó varada en el pretérito de Berlín Oriental. Los americanos decidieron fundar una nueva universidad en el sector de la ciudad que quedara bajo su dominio, ejemplarmente moderna y democrática, que bautizaran como Universidad Libre de Berlin. Freie Universität Berlin. Fue el centro de la contestación antinazi y el eje del movimiento estudiantil rebelde, que conmovió a Europa hasta asaltar París y llevar a cabo la insurrección universitaria de Mayo del 68.
Fueron las razones que nos llevaron a desenterrar los escritos fundacionales del marxismo, a reeditarlos y publicarlos artesanalmente y a estudiarlos en sus herederos: Ernst Bloch, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Karl Korsch, Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, Georg Lukács, entre otros, y a vivificar sus relaciones con Hegel y el idealismo alemán, del que fueran última y más acabada expresión. La lectura de las Obras completas de Marx y Engels, 36 volúmenes editados en Berlín Oriental, y las de Lenin, se convirtió en una tarea obligatoria. Recuerdo haber tenido que echar al fuego ese importante pedazo de mi biblioteca la misma noche del 11 de septiembre de 1973. Tenerla podía significar la cárcel, si no la muerte.
Echo este cuento para explicarles a algunos demócratas desconcertados y sorprendidos por mi respaldo a Donald Trump, que no necesitan abrirme los ojos para hacerme comprender las razones de política global que me llevan a ello, y que hicieron del enfrentamiento entre Estados Unidos, China y la Unión Soviética el acontecimiento definitorio de la posguerra. Y a sus líderes, presos de la enemistad y el hostigamiento bélico que los ha condenado a vivir al borde de la tercera guerra mundial. Y que jugar con el fuego devastador del marxismo leninismo, así sea bajo la forma primitiva, gansteril, analfabeta y narcotraficante del castro comunismo venecubano, puede acarrear los más siniestros resultados. El reparto indiscriminado del Premio Nobel de la Paz, al extremo de otorgárselo a Barack Obama jamás sabremos por qué razones, ha minimizado la importancia de la paz bajo las actuales circunstancias.
El adormecimiento de la conciencia global provocado por el liberalismo apaciguador y negociante –del cual Joe Biden es su más reciente exponente- ha pretendido limar las asperezas prebélicas que amenazan a Occidente desde Rusia, China y los países islámicos. Y a arrastrar a los sistemas democráticos de Occidente, particularmente a América Latina, a una perversa tolerancia con las izquierdas extremas. Es desde esa perversa complicidad que se alza amenazante la figura de Donald Trump, al extremo de irritar a víctimas notables de la opresión, la persecución y el encarcelamiento del castro comunismo cubano. Quisieran acolchar las campanas: les disgusta que les desnuden a sus enemigos. Los prefieren ocultos y convivientes.
@sangarccs
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