Hace varios años visité Israel e hice, junto con Laureano Márquez, una función en Tel Aviv. Todos tenemos una idea de cómo es, pero estar allí es una experiencia que cambia modos de pensar.
Israel, como lo conocemos hoy, es uno de los países más jóvenes del mundo porque fue fundado después de la Segunda Guerra Mundial por sobrevivientes del Holocausto. Durante más de 2.000 años han convivido cristianos, judíos y musulmanes en este pedacito de tierra chiquitico, ¡muy chiquitico!, lo que ha ocasionado guerras entre ellos debido a la intolerancia de fanáticos de todas las corrientes religiosas y políticas que lo habitan.
En Jerusalén visité el Museo del Holocausto Yad Vashem, un sitio verdaderamente impactante no solo por lo que vemos sino por lo que sentimos al estar allí. Este museo, arquitectónicamente, está diseñado para que los sentidos de los visitantes se activen. El recorrido se inicia con una serie de fotografías donde se observa lo feliz y normal que era la vida de los judíos en Europa antes de la aparición de Hitler. Después, poco a poco, vamos presenciando cómo los execran, los acorralan y los desprecian para finalmente asesinarlos en campos de concentración.
La visita a este maravilloso pero a la vez terrible museo termina en un salón enorme donde han sido colocados los nombres de aquellos quienes murieron en el holocausto. Lo peculiar y triste es que existen 6 millones de espacios. En algunos aparecen los nombres y apellidos de hombres, mujeres y niños; en otros, solo hay lugares vacíos esperando ser llenados con datos de víctimas que no han logrado ser identificadas.
En un área separada del museo viví uno de los momentos más emotivos de mi existencia. Jamás lograré describir lo que sentí al entrar en una estructura creada en homenaje y como recordatorio al asesinato de 1 millón de niños por parte de los nazis. El lugar era oscuro y sobre espejos se reflejaba la luz de 1 millón de velas. Una por cada niño. Mientras, los visitantes, continuamente escuchan una voz que dice los nombres y apellidos de ese millón de niños exterminados. Horrible pero extraordinaria la forma de recordarle a la humanidad hasta dónde puede llegar la intolerancia, sea nazi, fascista o comunista. Al final, todos tienen sobre sus diabólicos hombros cantidades enormes de muertos en países donde, por mala suerte, ha surgido este tipo de regímenes.
Hoy quiero homenajear a una niña judía que estaría cumpliendo 90 años de vida. Ella, junto con su familia, se escondió con otros en el ático de una casa para sobrevivir a la injusticia y la barbarie de un régimen tiránico que intentó dominar y humillar al mundo a través de la infamia. En este lugar de encierro escribió durante dos años, en las páginas de un diario, sus sueños de amor y libertad que fueron truncados por la muerte.
Un día, a la edad de 15 años, Ana Frank murió en un campo de concentración. Pero su vida se hizo inmortal. A través de su diario, nos enseñó que aunque intenten destruirnos, doblegarnos e impedirnos pensar, no debemos tener miedo porque el pensamiento y el amor nos hacen libres aun estando en cautiverio.
Además de respeto y admiración, siento que Ana es la prueba de que los seres humanos no podemos ni debemos perder la fe a pesar de nuestras miserias y sufrimientos.
Ana todos los días nos dice que existe un mundo mejor y que ese mundo nos pertenece. Si aún no lo hemos encontrado, no debemos desilusionarnos ni perder la esperanza. A veces, lamentable, triste e injustamente, podríamos morir en el intento de hallar ese mundo bonito, tal como le ocurrió a esta joven. Pero ella sigue viva cada segundo después de su muerte. Hay seres especiales así. ¡Ana triunfó!
¿Acaso alguien podría decir que otro paisano de Ana Frank no es un triunfador y un faro de luz para la humanidad, a pesar de haber sido crucificado precisamente en ese pedacito de tierra que ella no conoció?
Ana Frank no tuvo última morada, vive en Israel en cada amanecer cuando su alma, junto al sol, alumbra cada día y llena de esperanzas a su pueblo.
Imagen digital que muestra cómo se vería Ana Frank a los 90 años