Francisco Kerdel Vegas, Aurelio Concheso y Asdrúbal Baptista nos dejaron la semana pasada. Raras veces ocurren eventos como este de la partida coincidente en el tiempo de tres individuos de tanta valía para el colectivo venezolano. Por razones puntuales, muy distintas en cada caso, estaremos por largo rato deplorando su ausencia y valorando sus magníficos aportes.
Desde trincheras diferentes todos ostentan el galardón de haber efectuado significativas contribuciones para el mejoramiento de las condiciones de vida, de la gobernabilidad y del bienestar ciudadano del país donde se desempeñaron como profesionales, una batalla en la que no cejaron hasta el día mismo en que la muerte los encontró activos, estudiosos y entregados a las causas que los animaron siempre.
Resulta imposible tratar de comparar sus ejecutorias, pero no hay quien no coincida en asegurar que, cada uno en lo suyo, fueron titanes del conocimiento, apasionados del aprendizaje, alfiles de la enseñanza, excelentes jefes de familia y comprometidos con la dádiva social.
Venezuela vive hoy el peor de sus momentos. Cuando nos toca, desde lejos, poner de relieve aquello que guardamos dentro del alma del país que fuimos, tendemos a refugiarnos en la indudable belleza de los parajes de nuestra exuberante geografía, en la musicalidad y el ritmo de nuestro folklore, en la riqueza de nuestro suelo, en el sol omnipresente y en la benigna e inigualable dulzura de nuestro trópico benévolo. Pero estamos tan envueltos por el drama que atraviesa nuestro colectivo y por los sufrimientos que el régimen nos obliga a tolerar, que tendemos con facilidad a soslayar la condición de titanes de algunos de nuestros compatriotas. De aquellos que, a pesar y en contra de las circunstancias imperantes en las dos últimas décadas, se empeñaron en efectuar aportes incesantes a las disciplinas que dominaban –la medicina, la investigación socioeconómica, el desempeño empresarial, el comercio–, en cada una de las que se convirtieron en locomotoras de la sociedad. En cada de una de ellas dejaron un trazo indeleble y, más que ello, una trayectoria ejemplarizante.
Lo que sí tuvieron en común estos tres venezolanos que hoy lloramos –Francisco, Aurelio y Asdrúbal– fue su denodado compromiso con la educación y la preparación de profesionales, un objetivo que abrazaron con pasión y consistencia. Era como si supieran que su tesón en la formación de nuevas generaciones aliviaría al país en parte de su ausencia física, porque a través de quienes recibieron su influjo benéfico, se prolongaría el mejoramiento personal y social, la meta que fue siempre su norte.
Ese sentido de la excelencia, esa manera de vivir para terceros, la plasmaron tanto en su función pública y gremial como en el ejercicio profesional privado. Todos dejaron un legado escrito que los sobrevive y que los convirtió en destacados ciudadanos del mundo.
En un país en el que la moderación y la sindéresis no son virtudes de moda, y en el que la polarización y el sectarismo se hicieron ley, ellos fueron bastión de equilibrio y modelo de profesionalismo dedicado.
Fueron, hay que repetirlo, locomotoras de la sociedad y se prodigaron a través de ejecutorias que, aun después de su partida, seguirán impulsando a los nuestros a conseguir el bienestar de muchos y la libertad de todos. Estos tres compatriotas vienen a engrosar la lista de aquellos que son capaces de hacernos sentir orgullo de lo nuestro.