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RAÚL

Hace unos días, rodeado de grandes científicos que expusieron sus interesantes visiones sobre la Inteligencia Artificial (IA), pude aprender algunas cosas nuevas y reafirmar otros saberes más antiguos. Tuve ocasión incluso de intervenir en esa reunión admitiendo, desde mis escasos conocimientos, las muchas posibilidades de la IA, pero apuntando a los no menos enormes riesgos que comporta. A ese propósito sólo estaba en condiciones de ofrecer una invitación a reflexionar, acerca del proceso que se anuncia como el más decisivo de los vividos hasta hoy. En ese ejercicio puse en práctica cierta provocación intelectual, para considerar los efectos de ese fenómeno polimórfico, complejo y no siempre bien definido. Me serví de la ayuda de mi admirado y leído Nuccio Ordine, junto a quien tanto he caminado por la senda de Steiner, Camus, Ionesco, y muchos otros impenitentes buscadores de mundos alternativos.

Ante la IA se concitan varios tipos de respuestas: la de los entusiasmados (integrados); la de los inducidos por el temor (apocalípticos); y la derivada mayoritariamente de la ignorancia (los indiferentes). Otros subgrupos acogerían a quienes muestran su oposición a determinados efectos económicos y sociolaborales, (acusados de luditas) y, por último, el más lógico, (a los críticos). Sólo éstos buscan el debate que puede favorecer la comprensión de la IA, en la historia de la Humanidad. Las demás no pasan de provocar «ruido», confusión y desorientación. Para afianzar mi llamada a recapitular consulté primero a los científicos acerca de los principales caracteres de la IA analítica. Luego si la IA, generativa y autónoma, tenía una capacidad muy superior a la inteligencia humana. La respuesta a esta cuestión fue unánime y rotunda: SÍ. Después, pregunté si este tipo de inteligencia sería capaz de desarrollarse hasta llegar a su independencia respecto del ser humano; la contestación fue también afirmativa.

La IA analítica puede suplementar o suplantar al hombre en un número cada vez mayor de actividades y, con ello, generar una productividad creciente de manera exponencial. Su aplicación generalizada acarrearía la pérdida del empleo de millones de personas que quedarían fuera del mercado de trabajo. A día de hoy se maneja la cifra, simplemente estimativa y preocupante, de 300 millones de trabajadores. Un número de individuos, en rápido crecimiento, que dejarían de ser útiles en los actuales esquemas productivos. Llegados a este punto, conforme a la defensa de la actividad de los inútiles, proclamé mi petición de figurar entre ellos, en la categoría propuesta por Ordine: la de los artistas y creadores de aquellos bienes dirigidos al espíritu, desde un plano distinto al del pragmatismo utilitarista. Además de los transmisores de la cultura humanista.

Un planteamiento que tal vez resultaría excesivo en el caso de Pessoa, cuando escribía en El libro del desasosiego: «La única actitud digna de un hombre superior es el persistir tenaz, en una actividad que se reconozca inútil, el hábito de una disciplina que se sabe estéril, y el uso fijo de normas de pensamiento filosófico o metafísico, cuya importancia se siente como nula …». Pero, si fuese preciso, no me importaría pagar este precio por seguir siendo un ser humano.

La IA ha sido un proceso más o menos largo. Pero su auge, desde las inquietudes de Alan Turing, cuando se preguntaba, en 1951, si una máquina sería capaz de pensar, hasta hoy, ha avanzado rápido en los últimos años. El mañana ya es hoy. Tengo para mí que la IA es la forma de PODER omnímodo a corto plazo, del que Napoleón dijo que era la idea que, entre todas, resultaba siempre la más fuerte, sobre el juicio humano. La cuestión capital basculará acerca de ¿qué sujetos estarán en condiciones de ejercerlo?, ¿cómo?, ¿sobre quién y qué? Ciertamente ese poder a partir de un momento concreto pasa a manos privadas sin que las instituciones existentes tengan certeza de su capacidad para regularlo. ¿No sería más lógico buscar lo necesario que lo supuestamente útil?

Mi desafío concluyó, de momento, conforme siempre a las posibilidades y riesgos de la IA, pues la conjugación de ambos me lleva a replantearme el sentido de la trascendencia según Horacio: «non omnis moriar, multaque pars mei vitabit Libitinam …» (Oda III. 30). El hombre es el único ser que sabe que tiene que morir; no sabe cómo, cuándo, dónde, ni de qué, … No tengo prisa y sigo desconociendo las respuestas a estas circunstancias, salvo a la última, pues sé que por este camino la Humanidad morirá de una IA que nos prive de nuestras señas de identidad: la razón, la memoria y la voluntad (víctima de sí misma en permanente conflicto, de forma irreversible). Habremos perdido entonces el alma, nuestros 21 gramos esenciales, según la báscula de Duncan Mac Dougall, en 1907. Y, sobre todo, la libertad.

Artículo publicado en el diario La Razón de España

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