A un costado de la Plaza Roja de Moscú con la puntual periodicidad de martes a sábado, se forma una larga cola de gente. Se extiende por cientos de metros. No ven la hora de contemplar a un embalsamado icónico que ha sido visto por millones de ojos. Es Vladimir Lenin.
Desde luego, son variopintos los motivos de la gente para mirarlo de frente. El turista llano sacia su curiosidad de observar a Lenin embalsamado, que con su tez amarillenta de rama seca parece un paciente anestesiado antes de comenzar una operación o, tal vez, un individuo que se echa una siesta de efecto soporífero.
Para otros, los porqués de su visita no tienen nada que ver con el mero fisgoneo, y es el caso del ciudadano ruso que dedica unos minutos de cortesía una figura histórica de su país y el comunista fiel que rinde homenaje al líder de la Revolución Rusa.
Las sustancias químicas, el control meticuloso de las condiciones del cuerpo y, por supuesto, las depuradas técnicas de preservación, logran que todos lo vean con ojos de asombro. También fijan la vista en la pompa del mausoleo, que crea el ambiente adecuado para que Lenin reciba honores de un Dios padre inmortal, es una inmortalidad con olor a formol.
Su puesto en el olimpo ruso no impide pensar que lo persigue el infortunio. Desde hace un siglo, que se cumplió este año -murió el 21 de enero de 1924-, los visitantes casi de manera impertinente no le permiten disfrutar de la paz que goza, por ejemplo, el muerto enterrado a dos metros de profundidad.
Gabriel García Márquez contó que quiso comprobar por sí mismo si era, en realidad, un Lenin elaborado en cera, como se murmuraba, y en el artículo «El destino de los embalsamados» dio su opinión sobre el estilo mortuorio soviético. “Es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los héroes con el culto de sus momias”.
Esta introducción sobre la momia de Lenin sirve para hablar de la intención que hubo de conservar el cadáver de Hugo Chávez, como lo manifestó Nicolás Maduro en marzo de 2013. “Se ha decidido preparar el cuerpo del comandante presidente [y] embalsamarlo [de modo] que el pueblo pueda tenerlo allí en su museo de la revolución, así como está[n] (Vladimir) Lenin, Ho Chi Minh o Mao Zedong”.
Chávez no fue disecado por un bal´zamirovshchik, que es como se dice en ruso al que embalsama, ni tampoco por otro taxidermista, pero de cualquier modo, al finalizar el funeral de Estado, el carro fúnebre se dirigió al Museo Histórico Militar, que Maduro denominó Museo de la Revolución, y en el que Chávez iba a reposar ya muy bien preservado.
Valdría la pena preguntar ¿por qué su fosa se cavó en el denominado Museo de la Revolución y no en un cementerio convencional de Caracas, Barinas o Sabaneta, en donde con seguridad sus huesos hubieran estado acompañados, de modo conveniente y decoroso, por los de algún ciudadano, un amigo, un pariente o un camarada?
Hay una respuesta posible para esa interrogante y es la siguiente: ese edificio militar es lugar simbólico para el chavismo ortodoxo desde que Chávez acantonó la tropa que comandó en el golpe de Estado del 4 de febrero de hace 32 años. Lo que simboliza encierra una paradoja: es alegórico un recinto donde hubo un levantamiento contra un gobierno democrático.
Y ¿cómo entender que, en cierto modo, Chávez iba a yacer al igual que comunistas célebres, como dijo Maduro? Una respuesta aceptable es que el gobierno convirtió a Chávez muerto en personaje quimérico y glorioso y, claro, solo comparable a prohombres de la épica revolucionaria.
La escenografía de los restos de Chávez en el Museo de la Revolución recurre a una solemnidad artificiosa, que no oculta el afán de recrear el ambiente del Panteón Nacional, aunque con un énfasis barroco. El Panteón es sitio de valor institucional aceptado que honra al venezolano con el que el país está en deuda, y su significación nacional no la iguala ningún mausoleo del país.
Hasta ahora, y quién sabe por cuánto tiempo, la urna de Chávez permanece en el mencionado museo, con soldados de honor vestidos a la usanza del siglo XIX que hacen el cambio de guardia empuñando un sable, con disparos de salvas de cañón, con Llama Eterna…
En contraste, sus siete antecesores, que gobernaron desde 1958, reposan en la clásica fosa a ras del suelo.
Olvida el ceremonial oficial de la tumba de Chávez que el Estado venezolano no sepulta a revolucionarios legendarios, sino a servidores públicos meritorios. Ser recordado como servidor público admirable es nada más pero tampoco nada menos que el máximo reconocimiento que los ciudadanos les profesamos, incluso a los enterrados en el Panteón Nacional.
Olvida que un pueblo no sale ileso de mantener en capilla ardiente permanente a un líder máximo guía espiritual gran timonel. La evidencia histórica, amarga y severa, demuestra que las libertades no existen o penden de un hilo en las sociedades que tienen en un palacio de culto al jefe máximo de una revolución.
Cada día un guardia de honor de la tumba de Lenin exclama “¡Honor al líder eterno!”, y si bien la autodenominada revolución bolivariana es muy diferente a la revolución bolchevique, comparten la vocación de infinitud, y por eso los guardianes del mausoleo de Chávez vociferan “¡Chávez vive, carajo!”.
“Chávez vive” es quizá una extensión de una frase proverbial que él repetía con insistencia machacona: “Está revolución -bolivariana- llegó para quedarse, y no hay vuelta atrás”. Sus herederos políticos, así como el ciudadano desprevenido, la han retenido en su mente como eco resonante que proviene del mausoleo de Chávez, y que tiene el carácter político de lo que no se discute, porque ya es un hecho consumado.
En esta crucial coyuntura presente de elecciones presidenciales el 28 de julio, el venezolano anónimo, sencillo, decente, tendrá ante sí un único instante: el instante que con la mirada fija en el horizonte de su destino decida no prestar oídos a la idea de que la denominada revolución bolivariana y sus gobiernos se mantendrán sin interrupción a lo largo del tiempo.
Por el resultado que arrojen las elecciones, se sabrá si lo que no “tuvo vuelta atrás” fue la determinación mayoritaria de los electores de no votar por la continuidad de un mal gobierno y su revolución, que hicieron que el país de nuestros días sea muy inferior al que había en la segunda mitad del siglo pasado, incluso no olvidando la multiplicidad de males que tenía. Se sabrá si a los chamanes de la cripta de Chávez les resultará imposible aceptar que las revoluciones tienen principio y tienen final.