Mi niñez no fue, rigurosamente, divertida ni traviesa. Detesté la hostilidad que exhibían mis vecinos, jugar beisbol, fútbol, bailar y también algunos compañeros de estudio muy pendencieros. Nunca adherí al machismo infante e igual me irritaba el exhibido por los mayores. Recuerdo mi primer día de clases formales, en una escuela primaria del campo petrolero La Ceiba. Ya sabía leer y escribir. Aprendí en un kindergarten fundado por una de mis tías.

Cuando entré al salón (8:00 am, 1957), las mejores posiciones estaban tomadas. Elegí un pupitre situado al fondo. Acomodaba mis cuadernos en el cajón y, por ello, no identifiqué al chico que puso un papel encima del tablero. Rápido, leí su contenido:

«Te desafío a pelear, Albert: después del timbre que anuncia el cierre de las clases, en el estacionamiento de la escuela» (Firma: Romel Fuenmayor)

Me atribuló. No he sido proclive usar mis puños sino el intelecto, que me salvaría de tantos vándalos a los cuales aterroricé con mis historias macabras y alucinaciones que les narraba para frenarlos. Dos lindas chiquillas que me flanqueaban se enteraron del fortuito incidente: me miraron y luego señalaron un varoncito flaco, con menos estatura que yo, de ojos amarillos que denostaban picardía. A ellas les di el mensaje para que lo pasaran de mesa a mesa hasta –finalmente- devolvérselo al buscapleitos.

Excepto las hembras, durante el único receso casi todos los muchachitos me gritaban:

―¡Eres cobarde!, ¡cobarde!, ¡cobarde!

Las piernas me temblaban como gallina víspera de torcedura de cuello. Irrefutable lo que me decían los malpariditos. Retomamos las clases y finalmente decidí enfrentarlo.

―Lo haré, sí, sí, sí: él vencerá –murmuré a varias preciosas que divulgaron, a viva voz, mi aceptación-. No responderé sus puñetazos.

A la salida me detuve en el lugar acordado y arremetió. Caíamos contra el pavimento. Escuchaba, aturdido, los animalescos alaridos de muchos –emocionados– espectadores. La desigual contienda fue interrumpida por Gladys, hermana de mi rival, a quien el futuro deparaba convertirse en esposa del subteniente (golpista del 4-F-1992) Francisco Arias Cárdenas. Fue admirable la trayectoria militar de Romel Fuenmayor. Alcanzó el rango de general de brigada. Edecán del presidente Carlos Andrés Pérez cuando, con una tanqueta, un grupo de magnicidas (en grado de frustración) lograron ingresar al Palacio de Miraflores tras golpear la entrada del palacio de gobierno con una tanqueta. En el hotel Prado Río de Mérida, me narraría la refriega que protagonizaron en el interior del Miraflores para impedir que los sediciosos lograran asesinarlo. Resistió junto con soldados leales hasta quedar sin municiones: expuesto, en la penumbra, polvareda, presa de la incertidumbre.

―Algunos entre los hostiles habían sido mis alumnos en el Fuerte Tiuna, Albert –me confidenciaría–. Pudieron abatirme, pero optaron rendirse mientras mencionaban mi nombre con respeto.

Fuenmayor rememoraba esos terribles momentos durante nuestros reencuentros en Mérida. Desde la 22 Brigada de Infantería, ordenaba que me buscaran cortésmente en la Oficina de Prensa del Rectorado de la Universidad de los Andes. Yo aceptaba, alegre, los envites del amigo porque interactuaba con oficiales anticomunistas que anhelaban echar a los guerrilleros colombianos de nuestro territorio. Ejerció el cargo de presidente de la Compañía Anónima Venezolana de Industrias Militares (Cavim).

―Continuaremos el próximo sábado, Albert –aseveró aquel niño desconocido e intrigante cuyo nombre era Romel–. A las 11:00 am, hacia el campo de golf profundo. Sin testigos.

―Bien –le respondí–. Iré.

Mi madre estuvo nerviosa porque supo sobre nuestro revolcón escolar y ese sábado intentó, casi a la fuerza, impedir que saliera. Pero fui a mi encuentro con el destino. A mitad del terreno sembrado con césped podado, lo miré acercarse. Desde la distancia, advertí que su mano derecha adhería un pequeño maletín. Se aproximó a un metro de distancia, sonreído.

―Sólo quise comprobar que no eres un cobarde, Albert –¡exclamó!–. ¿Sabes jugar ajedrez?

―No –musité, sorprendido.

―Te enseñaré y seremos mejores amigos.

Con periodicidad, Romel Fuenmayor visitaba la 22 Brigada del estado Mérida y enviaba a buscarme con emisarios (tropas). Los reclutas llegaban sin uniforme, pero el corte de cabello los caracterizaba soldados.

―Usted es Jiménez Ure, ¿el escritor? –inquirían.

―Lo soy –replicaba idéntico, cada ocasión.

―Lo llevaremos. Nuestro comandante quiere hablarle. Preparan una parrillada en el comando. Tenemos cerveza y whisky.

En el curso de uno de los envites, varios oficiales me postularon para ingresar a la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) en calidad de «asesor de imagen» y «redactor de documentos de Estado Mayor», pero Romel no estuvo de acuerdo con esa idea:

―Albert es cuentista, novelista, poeta, comunicador social, tiene esposa e hijas –sermoneaba a los oficiales subalternos a los cualesemocionaba escucharme despotricar contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que detestaban y algunos tuvieron enfrentamientos con ellos en Guasdualito–. No quiero exponerlo a situaciones peligrosas.

El año 2002, Chávez Frías desconfiaba de Fuenmayor aun cuando no formó parte de la oficialidad que le solicitó renunciar. Se rumoraba que lo degradarían. Me telefoneó para informarme:

―Saldré del país, Albert: espero reunirme de nuevo contigo y Miranda, cuando la tragedia que experimentamos termine. Estoy, injustamente, preterido. Prospera la tentativa de someterme a juicio militar […]

Vivíamos en una república cuyo nombre fue Venezuela, pero criaturas adventicias decidieron desaparecerla del planeta Tierra. No sabemos con exactitud dónde estamos, pero sí qué hacemos: todavía respirar en un lugar calificable purgatorio.

@jurescritor


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