El año 1982 publiqué tres libros (la novela breve Lucífugo y mis compilaciones personales de cuentos: Suicidios e Inmaculado). No olvido que Sergio Dahbar me entrevistó, por petición de Crespo, director del Papel Literario, y Miyó Vestrini para el Diario de Caracas, disgustada conmigo a causa de mis sistemáticas formulaciones anticomunistas (en el bulevar de Sabana Grande). También tuve un encuentro con Ramón J. Velásquez, en el Palacio Legislativo, luego del cual me reuní con el escritor Carlos Rangel.

Velásquez, que también fue director de El Nacional, tenía una oficina modestísima en el Congreso de la República de la época. Lucía muy efusivo ante mí y no ocultó su indignación contra los políticos que protagonizaban durante aquellos días: «A ellos les agrada el despotismo, admiran dictadores y tienen sus retratos ocultos bajo sus almohadas».

Hubo instantes en los cuales no pudimos contener nuestras carcajadas. Levantaba los brazos y movía sus manos. Su vehemente forma comunicacional, enfadada, incluía la corporal.

«Ramón J. suele darnos clases magistrales en la sala de redacción de El Nacional«, me contaba, efusivo, Julio Barroeta Lara en el viejo edificio de Puente Nuevo a Puerto Escondido.

Vi a Rangel y discernió «que Venezuela iba, irremediablemente, hacia la destrucción por culpa de políticos ignorantes, empresarios acomodaticios-corrompidos e intelectuales admiradores del terrorismo fomentándolo en las universidades autónomas».

En la casa de Festejos Mar, Luis Beltrán Guerrero me apretujó el brazo derecho para conducirme hacia donde estaba Rafael Caldera. Me reclamó que no usara corbata.

«Eres el único joven escritor venezolano que ha tenido el atrevimiento de confesar su adhesión a sistemas políticos  derechistas», musitó el personaje, célebre por su conducta autoritaria y egoísmo en el partido socialcristiano. «Quiero que formes parte de mi equipo de asesores, no regreses a Mérida, envíale una carta de renuncia al rector. Vivirás en una de las casas del Opus Dei, en la urbanización El Cafetal».

Cuando fue ministro de Educación, una madrugada (5:00 am), Antonio Luis Cárdenas apareció en mi Oficina de Prensa de la Universidad de los Andes y me reprochó, furioso, que yo hubiese inferido, mediante un artículo publicado en el diario El Globo, que Caldera era un hombre senil y que, por ello, destruía la institucionalidad del país codeándose con delincuentes.

Una mañana del mes de marzo de 1994, en el Edificio Central del Rectorado, luego de que Hugo Chávez Frías fuera sobreseído por Caldera de las causas penales que cursaban contra él, Luis Velásquez Alvaray y Felipe Pachano Rivera (el primero procurador del Estado, el segundo máxima autoridad de la ULA) me sorprendieron conminándome a hacerle una «entrevista de personalidad» al forajido. Estaba ahí, acompañado, entre otros, de Diógenes Andrade y El Aissami, quien en una ocasión me había golpeado.

Sonreído, alias Comandante Fetiche aseguró que yo me parecía al cantante Ivo. El mismo día que salió de Yare publiqué un reportaje cuantificándole sus violaciones del Código de Justicia Militar y Penal, los años de cárcel que le merecían. Me rehusé y el rector frunció su entrecejo preguntándome, desencajado, quién era el jefe y quién el subalterno en nuestra casa de estudios superiores. «No lo haré» -repetí varias veces, mientras me alejaba de ellos-. «¿Me destituirás?» -culminé mi discurso rebelde, desde una distancia de aproximadamente tres metros, al pie de la escalera que conduce hacia la planta alta, donde todavía funciona Prensa de la ULA.

(@jurescritor)

 


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