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Lo que hay que empezar a decir

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Entre los elementos de la coyuntura que juegan a favor de la continuación de Maduro en el poder, hablemos brevemente en este espacio de dos de ellos.

En primer lugar, los venezolanos saben que cada uno  de ellos sufre en lo personal y familiar las consecuencias de Maduro, pero no sabe cuánto sufren los demás. El aparato estatal de férrea censura, la dificultad para comunicarse que tenemos hoy los venezolanos y la autocensura de muchos medios, hace que la gente no sepa con propiedad la magnitud y severidad del daño que el régimen madurista infringe al resto de la población.

Lo anterior explica en parte la aparente paradoja de un país enardecido e indignado que convive con matrices de opinión que lo describen como resignado y abúlico. Mientras en las redes sociales se habla de un pueblo pasivo, en etapa de acostumbramiento a la sumisión, las cifras muestran cómo con un total de 16.739 manifestaciones en todo el país, los venezolanos rompimos en 2019 el récord de protestas registradas en los últimos 9 años.

No solo eso, sino que además, al desagregar los motivos de las demandas populares, las generadas por derechos civiles y políticos pasaron de 11% en 2018 a 42% en 2019 (Informe 2019 del Observatorio Venezolano de Conflictividad social). Así, aunque los venezolanos salimos 6.310 veces a la calle en 2019 por motivos políticos (convirtiéndose este en el derecho más demandado), la mayoría no se entera. Tenemos una situación de ebullición social pero artificialmente oculta. Y como no se ve, mucha gente termina convencida de que no existe.

El segundo elemento que favorece la preservación de la dictadura es la persistencia de algunos –entre ellos actores internacionales de gran peso y capacidad de influencia- en explicar la crisis venezolana desde la ya caduca tesis del país polarizado entre dos opciones o bandos políticos, lo cual por supuesto favorece el refugiarse en la postura de no alineación por ninguna de las partes teóricamente enfrentadas.

El gobierno de Maduro y sus aliados utiliza constantemente la vieja receta de la polarización, que consiste en dividir intencionalmente a un país donde todos sufren, en dos bloques políticamente enfrentados por supuestas razones ideológicas: izquierda contra derecha, ricos contra pobres, patriotas contra traidores. Esta conocida estrategia de los manuales del militarismo fascista, a pesar de predecible y gastada, resulta todavía eficaz para los objetivos de dominación.

Lo cierto es que no hay hoy en Venezuela nada más democrático y despolarizado que la emergencia económica y social. Salvo el conocido grupito de oligarcas que se han enriquecido obscenamente con la actual situación -algunos dentro del aparato del Estado y otros contando con la complicidad de este-, todos los demás venezolanos son a diario víctimas de ese cocktail miserable de inseguridad, hiperinflación, escasez e indefensión que caracteriza la cotidianidad de nuestro maltratado país.

No se trata por tanto de una batalla entre dos facciones que pugnan por el poder político. Se trata de la lucha épica de un inmenso país sufriente que se enfrenta a quienes pretenden seguirse enriqueciendo con el sufrimiento y dolor de los demás. La gastada tesis del país polarizado está desde hace años superada, y hoy es en la realidad, además de un síntoma de pereza intelectual de quienes todavía la esgrimen, un conveniente mito político que solo sirve a los intereses de la clase política en el poder.

Pero ambos elementos de esta ecuación (el desconocimiento de la magnitud de la crisis más allá del sufrimiento personal y la fábula de la polarización política) continuarán jugando a favor de Maduro si la narrativa política opositora no privilegia la incorporación de explicaciones alternativas y creíbles de la realidad social, que acompañe la siempre necesaria discursiva política. Explicaciones que le sirvan a la gente para comprender la magnitud y profundidad de la crisis, y que ayuden a combatir con argumentos el mito de la polarización.

Una de estas explicaciones, a manera de contundente ejemplo, tiene que ver con la desigualdad social. La narrativa oficialista se ha llenado siempre la boca hablando de igualdad y de justicia social. Tanto, que ese supuesto objetivo moral superior de equidad le ha permitido justificar (y que algunos incluso hasta le exoneren) la represión y las torturas contra quienes en teoría se oponen a tan sublime propósito.

Pero la desigualdad social no es un lema, es una realidad que hoy puede medirse. El indicador más común y conocido para determinar la desigualdad de un país es el Coeficiente de Gini, que mide, en valores que van de 0 a 1, la distribución de los ingresos de una nación en proporción a su población. De acuerdo con este índice, un valor de 0 representaría que los ingresos y el consumo están perfectamente distribuidos por igual entre toda la población, mientras que un valor de 1 describiría una situación de extrema inequidad, en la que una sola persona se queda con toda la riqueza de un país. En otras palabras, mientras más bajo (tendiente a cero) el índice, menor desigualdad existe. Por el contrario, un valor elevado del coeficiente es síntoma de brecha y desigualdad social.

Generalmente se reconoce que un índice de Gini mayor a 0,40 en un país es causal de preocupación y alarma, porque evidencia que la distancia entre ricos y pobres se profundiza y la cohesión social puede resquebrajarse ante tan injusta distribución de la riqueza.

Sin contar a Venezuela, y según datos de la Cepal, para 2019 el índice de Gini en nuestro continente se ubicaba entre un extremo de 0,51 que poseía Brasil hasta 0,39 de Uruguay. Pues bien, en Venezuela nuestro índice de Gini en la actualidad (con datos hasta 2018) alcanza un escandaloso 0,73, lo que ubica a nuestro país como el de mayor desigualdad social de todo el continente y posiblemente del planeta. Hoy en Venezuela un muy privilegiado grupo de apenas 7% de la población se queda con 54% del ingreso nacional.  No ha habido en la historia un episodio de mayor y más rápida acumulación de riqueza en tan pocas manos.

Argüir estar movido por la justicia y la igualdad social, mientras se utiliza el poder del Estado para el enriquecimiento personal obsceno de unos pocos a costa del empobrecimiento y miseria de casi todos, es la más cínica y canalla de las prácticas políticas. Y este es precisamente el rasgo central y más descriptivo de quienes hoy nos explotan desde el poder. En comparación con el resto del mundo, hoy Venezuela es el reino de la desigualdad social extrema, donde cada vez los ricos son más ricos y los pobres, además de multiplicarse como en ningún otro país, son también más pobres.

Cosas como estas son las que hay que empezar a decir con insistencia, porque poca gente las sabe. Datos como este, entre muchos que evidencian la lacerante tragedia social de los venezolanos, deben comenzar a formar parte central del discurso político de nuestra oposición. Hay que desnudar al régimen en sus contradicciones y aislarlo de los apoyos –internos y externos– basados en mitos o en desconocimiento de la realidad.

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