Sería esto similar a un tablero de parchís sobre el que se juega una partida de ajedrez. O bien podemos imaginar cómo se cuela el deshidratado reloj de Dalí, como una lágrima, en la tulipa del Guernica. Es pensar, y asegurar, que vas a izquierda o a derecha, indistintamente, cuando en realidad se está girando, una y otra vez, en una rotonda donde todos insisten en tener la preferencia. Hay muchas formas de verlo, y de describirlo. Acaso a través de la famosa habitación propia percibamos ese espacio que no puede ser cubicado, pues es mental; es fascinante, es tan solo una etérea metáfora (y denuncia social, también). Es el mismo espacio donde se acomoda el pensamiento para aguantar las inclemencias. Ya sabemos que los cerebros ni se fugan ni huyen, en realidad se refugian. Casi una ley habitacional. Esto le permitió a Jane Austen (más de un siglo y medio antes de aquella conferencia) escribir y describir toda una época de la que levantó una especie de acta notarial, muy pormenorizada y muy valiosa, en medio de un salón con vistas sesgadas, y entre chimeneas, noticias a medias, rumores y chismes. En paralelo, fue el mismo espacio que permitió escribir a Pushkin, apartado y proscrito en aquella Ucrania o Crimea, el afinado canto de un gallo que debía dar aviso de la proximidad del enemigo, y pudo Lermontov describir aquella lágrima (nunca nueva, sino la misma) sobre una roca muy abatida. Estaba ya claro para ellos, y avisado y descrito, que nadie decide qué daños o qué guerras, lanzadas sobre una infancia, son más o menos deleznables o crueles; se utilizaron y se volverán a usar como un juego estremecedor, donde ahí es obligatorio moverse ante las consignas, que son las que deciden qué vidas nos deben importar, doler y conmover más, y así, muy posicionados todos, la neblina es cada vez más densa.
Resulta complejo concretar desde cuándo sucede esto, y habrá optimistas que, en su realidad, dirán que nada anómalo ocurre. El nobel Coetzee indicó que si los mataderos estuvieran en el centro de las ciudades, y escucháramos la agonía de cada animal, seríamos más sensibles y menos cercenadores. Pero no pareciera. Antes de su ensayo, e idea, como bien es sabido, ya se vivió una gran matanza en el corazón de Europa, donde se aprisionaron, trasladaron e incineraron aquellos cuerpos a una distancia de pocos kilómetros, en unas habitaciones muy impropias: y un gueto como el de Varsovia estuvo ahí mismo, pared contra pared, y una Serbia en la misma frontera gritó un resultado atroz, y no se percibe un cambio hacia ninguna «humanidad». Más bien pareciera que, ante estas matanzas, todos se hubieran enrocado y miraran con ojos que se asemejan a fichas de parchís, que son descritas, a su vez, como alegres círculos y meditados triángulos de un Miró colorido y futurista. Todo muy triste sobre un fondo muy oscuro.
En medio están esos numerosos exilios de seres que también se refugian para sobrevivir. Ahí se juega ya otra partida subterránea. Los hubo y los hay, y los habrá (exilios), algunos avanzaron en cómodos barcos y otros salieron por los Pirineos como agotados y abusados perros contrabandistas. Siempre es igual. Incluso a un Indalecio o a un Negrín, ya en tierras americanas, se les permitió lanzar sus discursos y lamentos (lógicos), y hasta pudieron conformar un gobierno en el exilio, e incluso tuvieron la libertad de cercenarse entre ellos, acaso en busca de un futuro mejor (o de una probabilidad). Aquí, en esta Europa, se acaba de refugiar un presidente electo que debe permanecer en silencio como si fuera contagioso, se le impone un bozal y, mientras, salvaguarda y refugia su vida (sin que medie la huida), pues de Caracas llegó un avión cargado de… Y es que puede suceder que un exilio sea, a la vez, refugio y asfixia. Indistintamente.
El momento actual pareciera crítico, y bastante internacional; lo están abordando politólogos de toda condición, y en especial están revisando los tableros que tienen el aspecto de un suelo firme, pero que son como trampillas los cuadros negros, y los blancos disimulan un cepo lleno de cordialidad, que en realidad engulle. Es un espectáculo vehemente. Mientras, la fase Enjambre ha comenzado, pues van ganando terreno los que hablan sin precisar y los que ambicionan sin mostrar. Como es tan lejano ese sonido del enjambre, y tan difícil de transcribir aquí, acaso basta con decir que es atronador. Lo saben los musicólogos y antropólogos que grabaron ese canto indígena selvático, entre la Orinoquía y el macizo amazónico. Es perturbador, poderoso, es y no es el gallo desde un torreón, es la misma esencia que musita y sisea desde dentro de su cabeza, y la cabeza se convierte en una caja de resonancia, potenciadora, y cada órgano del cuerpo funciona en armonía similar. No se ven labios dibujando palabras (pero están todas con su aviso), es la mente misma, en enjambre, diciendo que es muy difícil de secuestrar, no indica desde dónde nace ni cuántos son los que fabrican ese bullir. A Europa llegará en breve la noticia de que se están reuniendo para sobrevivir… y no parece que vayan a prestar atención. Aunque el enjambre sea nítido y el gayo se desgañite, y todo esté dibujado desde hace ya más de un siglo, y de dos, pareciera que lo indistinto se impone de forma atronadora, y que lo urgente se aplaza… Indistintamente.
Artículo publicado en Zenda