A los noventa años, instalado como estoy en el término y final de mi propio futuro, constato con furiosa tristeza que aquel país pleno, hermoso y satisfecho que avizoré y creí estar construyendo cuando joven, un país al que aspiraba, moderno y vigoroso, libre, rico, sensible y culto se asfixia en la hora actual en la mediocridad de una cultura cuartelaria y se hunde cada vez más en la pobreza y en la confusión; se dilapida y se desgasta civil y militarmente; erosiona el lenguaje, se degrada desde el poder asaltado por un autoritarismo militar que se alimenta de su propios abusos, corrupción y procacidad.
!Lo que digo hoy lo escribí hace diez años! No ha perdido vigencia porque no otro es el país que padecemos, testigos como somos de la aniquilación de la democracia.
En el ocaso de mi vida, en la siempre difícil, oscilante e incierta vida venezolana debo enfrentar como nunca antes la dura experiencia de sentirme exiliado nuevamente en mi propio país, apartado, excluido, postergado y ofendido solo por defender mi derecho a disentir, a no estar de acuerdo con las decisiones tomadas desde el poder político y, aun menos, desde el organismo que se ocupa de los bienes culturales.
La ofensa mayor que he recibido ha sido la de ser acusado de fascista justamente por quienes creen no serlo. Nada más cercano al fascismo que la ultraizquierda o la llamada izquierda autoritaria y nada más parecido al héroe mesiánico o revolucionario que el tirano que oprime y sojuzga.
Después de haber visto en el curso de mi vida los comportamientos autoritarios de Hitler, Stalin, Mao Tse-tung, Pol Pot, Castro o Sadam Hussein, para no mencionar al Papa Doc haitiano, al Fujimori peruano o a algún déspota africano que masacra tribus y etnias que no le son afectas como si apagara una vela con un soplo, he aprendido a desconfiar del héroe mucho antes de que se convierta en símbolo o estatua y no lo haya expulsado de mi libertad.
Me es lícito, entonces, reiterar y enumerar mis recelos: desconfío de la palabra fácil y las promesas de los políticos que luego en el poder se transforman en seres autoritarios y perversos. Me aterran los mesías, enviados, salvadores y revolucionarios que tratan de emular las hazañas de algún héroe local porque se ocultan en ellos rencores sociales que, cuando asaltan al poder, destruyen los alcances, logros e instituciones existentes.
Recelo de los nacionalismos porque cierran las puertas y ventanas y asfixian a los países. Desprecio a los censores; abomino de los que delatan; rechazo a los que pontifican agitando el dedo índice; a los que se empeñan en afirmar que no son moralistas; a los que se comprometen a investigar las atrocidades derivadas desde la propia perversión del poder y al decirlo, mienten con descaro.
De igual manera, desconfío de los que pronuncian la palabra patria y se llenan la boca porque generalmente son quienes más crímenes cometen invocándola. Apoyo a quien dijo que el mayor acto de patriotismo consiste en decirle a tu patria que está comportándose de forma deshonesta, estúpida y malévola. Me alejo también de los dogmáticos, de los fundamentalistas y obsesivos; de los que pregonan la “pureza” de sus actos administrativos y abomino de la justicia cuando la veo sonreída y entregada al poder político o económico temblando ante el uniforme militar.
No nos merecemos tanto oprobio como tampoco se lo merece la República. No lo mereció mi infancia aplastada por la tiranía de Juan Vicente Gómez. Tampoco lo mereció mi juventud bajo el ordinario autoritarismo de Marcos Pérez Jménez y mucho menos esta hora mía senil brutalizada por un lenguaje presidencial tosco y de cuartel tercermundista.
No ha logrado el país venezolano aprender de sus propias experiencias porque para hacerlo necesitaría un tiempo de quietud y reflexión que jamás han conocido los pasillos y salones de Miraflores siempre alterados por las contingencias políticas a veces turbulentas y siempre azarosas. Creyó hacerlo Isaías Medina Angarita y no le alcanzó el tiempo. Lo intentó Rómulo Gallegos y le fue peor. Después de Pérez Jiménez, el país vivió casi cuarenta años de cultura democrática pero en sobresalto, en una angustia permanente. El fantasma del caudillo -civil o militar- no ha dejado de acosarnos. Durante el largo período democrático conocí a dos de ellos: a Rafael Caldera y a Carlos Andrés Pérez, con el agravante de que sus respectivos partidos o mejor dicho sus “cogollos” también aprendieron a serlo. Tan caudillos fueron que nos precipitaron al abismo donde seguimos cayendo. Nos quejamos de la pérdida cada vez más creciente de nuestra calidad de vida, pero creo que deberíamos pensar también en el empobrecimiento de nuestra condición humana. Muchas personas y sociedades quieren un salvador que las saque de sus problemas y que se los resuelva; que les ofrezca seguridad aunque para ello estén dispuestas a permitirle todo tipo de abuso de poder. El hombre mezquino incapaz de valorarse a sí mismo tiende a sacrificar su libertad por la seguridad. Le importa más el bienestar económico que el progreso moral. Y solo la valentía puede frenar semejante tristeza.
Soy un espacio que no ha sido invadido por la arbitrariedad y el autoritarismo militar. Un espacio vulnerable que puede ser asediado y quebrantado en cualquier momento por las armas del rencor social y de la perversidad de quienes las emplean y manejan, pero es un espacio vulnerable solo en apariencia porque su muralla, su mayor amparo y protección; lo que lo sostiene y defiende es el honor y el anhelo de justicia y libertad que encuentro con quien me comparto. A la larga, el rechazo a los fundamentalismos evitará que se prolongue la violencia política; se acentúen los miedos de que se vale el poder para sojuzgarnos mientras buscamos auspiciar un mayor conocimiento de otras culturas, de otras conductas sociales y civiles ejecutadas en libertad a fin de que podamos reconstruir, finalmente, nuestro destruido tejido social y cultural y revelar gloriosamente los anhelos de la nación que somos.
(¡Esto lo escribí cuando tenía ochenta años, pero vamos de mal en peor!)